San Macario el viejo

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Monje
(año 390)

Macario significa: feliz, bienaventurado.
Este santo nació en Egipto por el año 300. Pasó su niñez como pastor,
y en las soledades del campo adquirió el gusto por la oración y por la
meditación y el silencio.

Una mujer atrevida le inventó la calumnia de que el niño que iba a
tener era hijo de Macario, el cual, según decía ella, la había
obligado a pecar. La gente enardecida arrastró al pobre joven por las
calles. Pero él le pidió al Señor en su oración que hiciera saber a
todos la verdad, y sucedió que tal mujer empezó a sentir terribles
dolores y no podía dar a luz, hasta que al fin contó a sus vecinos
quién era el verdadero papá del niño. Entonces la gente se convenció
de la inocencia de Macario y cambió su antiguo odio por una gran
admiración a su humildad y a su paciencia.

Para huir de los peligros del mundo, Macario se fue a vivir en un
desierto de Egipto, dedicándose a la oración, a la meditación y a la
penitencia, y allí estuvo 60 años y fueron muchos los que se le fueron
juntando para recibir de él la dirección espiritual y aprender los
métodos para llegar a la santidad.

El obispo de Egipto ordenó de sacerdote a Macario para que pudiera
celebrarles la misa a sus numerosos discípulos. Después fue necesario
ordenar de sacerdotes a cuatro de sus alumnos para atender las cuatro
iglesias que se fueron construyendo allí cerca donde él vivía, para
los centenares de cristianos que se habían ido a seguir su ejemplo de
oración, penitencia y meditación en el desierto.

Macario quería cumplir aquella exigencia de Jesús: «Si alguno quiere
ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo», y se dedicó a
mortificar sus pasiones y sus apetitos. Estaba convencido de que nadie
será puro y casto si no les niega de vez en cuando a sus sentidos algo
de lo que estos piden y desean. Deseaba dominar sus pasiones y dirigir
rectamente sus sentidos. Sentía la necesidad de vencer sus malas
inclinaciones, y notó que el mejor modo para obtener esto era la
mortificación y la penitencia. Como su carne luchaba contra su
espíritu, se propuso por medio del espíritu dominar las pasiones de la
carne. A quienes le preguntaban por qué trataba tan duramente a su
cuerpo, les respondía: «Ataco al que ataca mi alma». Y si a alguno le
parecían demasiadas sus mortificaciones le decía: «Si supieras las
recompensas que se consiguen mortificando las pasiones del cuerpo,
nunca te parecerían demasiadas las mortificaciones que se hacen para
conservar la virtud».

En aquellos desiertos, con 40 grados de temperatura y un viento
espantosamente caliente y seco, no tomaba agua ni ninguna otra bebida
durante el día. En un viaje al verlo torturado por la sed, un
discípulo le llevó un vaso de agua, pero el santo le dijo: «Prefiero
calmar la sed, descansando un poco debajo de una palmera», y no tomó
nada. Y a uno de sus seguidores les dijo un día: «En estos últimos 20
años jamás he dado a mis sentidos todo lo que querían. Siempre los he
privado de algo de lo que más deseaban».

Dominaba su lengua y no decía sino palabras absolutamente necesarias.
A sus discípulos les recomendaba mucho que como penitencia guardaran
el mayor silencio posible. Y les aconsejaba que en la oración no
emplearan tantas palabras. Que le dijeran a Nuestro Señor: «Dios mío,
concédeme las gracias que Tú sabes que necesito». Y que repitiera
aquella oración del salmo: «Dios mío, ven en mi auxilio, Señor date
prisa en socorrerme».

Admirable era el modo como moderaba su genio y su carácter, de manera
que la gente quedaba muy edificada al verlo siempre alegre, de buen
genio y que no se impacientara por más que lo ofendieran o lo
humillaran.

A un joven que le pedía consejos de cómo librarse de la preocupación
del qué dirán los demás, lo mandó a un cementerio a que les dijera un
montón de frases duras a los muertos. Cuando volvió le preguntó
Macario: Qué te respondieron los muertos? NO me respondieron nada, le
dijo el joven. ¡Entonces ahora vas y les dices toda clase de elogios y
alabanzas! El muchacho se fue e hizo lo que el santo le había mandado,
y éste volvió a preguntarle: ¿Qué te respondieron los muertos? ¡Padre,
nada me respondieron! «Pues mira», le dijo el hombre de Dios: «Tú
tienes que ser como los muertos: ni entristecerte porque te critican y
te insultan, ni enorgullecerte porque te alaban y te felicitan. Porque
tú eres solamente lo que eres ante Dios, y nada más ni nada menos».

A uno que le preguntaba qué debía hacer para no dejarse derrotar por
las tentaciones impuras le dijo: «Trabaje más, coma menos, y no les
conceda a sus sentidos y a sus pasiones el gusto al placer inmediato.
Quien no se mortifica en lo lícito, tampoco se mortificará en lo
ilícito». El otro practicó estos consejos y conservó la castidad.

Macario le pidió a Dios que le dijera a qué grado de santidad había
llegado ya, y Nuestro Señor le dijo que todavía no había llegado a ser
como la de dos señoras casadas que vivían en la ciudad más cercana. El
santo se fue a visitarlas y a preguntarles qué medios empleaban para
santificarse, y ellas le dijeron que los métodos que empleaban eran
los siguientes: dominar la lengua, no diciendo palabras inútiles o
dañosas. Ser humildes, soportando con paciencia las humillaciones que
recibían y la pobreza y los oficios sencillos que tenían que hacer.
Ser siempre amables y muy pacientes, especialmente con sus maridos que
eran muy malgeniudos, y con los hijos rebeldes y los vecinos ásperos y
poco caritativos. Y como medio muy especial le dijeron que se
esmeraban por vivir todo el día en comunicación con Dios, ofreciéndole
al Señor todo lo que hacían, sufrían y decían, todo para mayor gloria
de Dios y salvación de las almas.

Los herejes arrianos que negaban que Jesucristo es Dios, desterraron a
Macario y sus monjes a una isla donde la gente no creía en Dios. Pero
allí el santo se dedicó a predicar y a enseñar la religión, y pronto
los paganos que habitaban en aquellas tierras se convirtieron y se
hicieron cristianos.

Cuando los herejes arrianos fueron vencidos, Macario pudo volver a su
monasterio del desierto. Y sintiendo que ya iba a morir, pues tenía 90
años, llamó a los monjes para despedirse de ellos. Al ver que todos
lloraban, les dijo: «Mis buenos hermanos: lloremos, lloremos mucho,
pero lloremos por nuestros pecados y por los pecados del mundo entero.
Esas sí son lágrimas que aprovechan para la salvación».

Jesús dijo: «Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados
(Mt. 5). Dichosos los que lloran y se afligen por sus propios pecados.
Dichosos los que lloran por las ofensas que los pecadores le hacen a
Dios. Lloremos arrepentidos en esta vida, para que no tengamos que ir
a llorar a los tormentos eternos». Y murió luego muy santamente.
Llevaba 60 años rezando, ayunando, haciendo penitencia, meditando y
enseñando, en el desierto.

San Macario: santo penitente: consíguenos de Dios la gracia de hacer
penitencia por nuestros pecados en esta ida, para no tener que ir a
pagarlos en los castigos de la eternidad.

1 pensamiento sobre “San Macario el viejo

  1. Ofir

    Que historia tan bonita de ese extraaordinario santo, que con su penitencia supo mantener las virtudes y vivir en santidad y con su ejemplo enseñarlo a los demas.Imitémosle en lo posible.

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