San Ignacio de Loyola

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Ignacio de Loyola (Azpeitia, 1491 – Roma, 31 de julio de 1556) fue un religioso español, fundador de la Compañía de Jesús. Declarado santo por la Iglesia católica, fue también militar y se convirtió en el primer general de la congregación por él fundada.

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Biografía

Nacido Íñigo López de Loyola según fuentes jesuitas,1 3 las referencias de la propia Compañía de Jesús nombraron también en ocasiones a Ignacio como Íñigo López de Recalde, aunque este nombre al parecer se lo dio por error un copista. Entre 1537 y 1542 cambió el nombre de Íñigo por el de Ignacio, como él mismo decía, «por ser más común a las otras naciones» o «por ser más universal».2
Es también conocido por la versión latina de su nombre, Ignatius de Loyola. Íñigo es una variación vasca de Eneko y por él lo conocieron y trataron gran parte de su vida; él mismo, por decisión personal, lo cambió por el de Ignacio —Ignatius— latino, cuando se graduó de Magister. No está muy claro el momento en que se muda el nombre de Íñigo por el de Ignacio. En los primeros años tras su conversión, firmaba sus cartas como «De bondad pobre, Íñigo». En 1537 aparece por vez primera el nombre de Ignacio en sus cartas, firmando en latín. Desde entonces, aparecen en sus escritos ambos nombres: cuando escribe y firma en castellano, usa «Íñigo», y cuando lo hace en latín o italiano, escribe «Ignacio». Y desde 1542 desaparece el «Íñigo», que reaparece sólo en una ocasión, en recado escrito por Fr. Barberá en 1546. Fuera de este caso, en los catorce años últimos de su vida siempre firmó como «Ignacio».
Algunas hipótesis apuntan a que el cambio de nombre fue debido a la devoción que Íñigo tenía a San Ignacio de Antioquía, pero no hay datos que puedan confirmarlo.2
Su madre era oriunda de la localidad vizcaína de Ondárroa. La vivienda familiar ondarresa, era la actual «Torre Likona».

Era el hijo menor de ocho hijos, Ignacio no fue secundario en su familia. Su destino estaba claro: ser hombre de armas o dedicarse a Dios. Su niñez la pasó en el valle de Loyola, entre las villas de Azpeitia y Azcoitia, en compañía de sus hermanos y hermanas. Su educación debió ser marcada por las directrices del «duro mandoble» y del «fervor religioso», aunque nada cierto se sabe de la misma.
Juventud[editar]

El año 1507 coincidiendo con la muerte de su madre, el Contador Mayor de Castilla, Juan Velázquez de Cuéllar, pide al Señor de Loyola que le mande un hijo suyo para tenerlo como propio. Entre los hermanos se decide mandar al menor, a Íñigo, que va a Arévalo, donde pasaría un mínimo de once años, hasta 1517, realizando frecuentes viajes a Valladolid y manteniéndose siempre muy cerca de la Corte, ya que su protector era Consejero Real, además de Contador.
En este tiempo aprende lo que un gentilhombre debe saber, el dominio de las armas. La biblioteca de Arévalo era rica y abundante, lo que dio alas a su afición por la lectura y, en cuanto a la escritura, no dejó de pulir su buena letra. Se le consideró «un muy buen escribano». Él mismo se califica en esos tiempos como «dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra».
En 1517 Velázquez de Cuéllar cae en desgracia, al morir Fernando el Católico, y al año muere. Su viuda, María de Velasco, manda a Íñigo a servir al duque de Nájera, Antonio Manrique de Lara, que era virrey de Navarra, donde dio muestras de tener ingenio y prudencia, así como noble ánimo y libertad. Esto quedó reflejado en la pacificación de la sublevación de Nájera en la Guerra de las Comunidades de Castilla (1520–1522), así como en conflictos entre villas de Guipúzcoa, en los cuales destaca por su manejo de la situación.
En 1512 las tropas castellanas conquistan el Reino de Navarra, con varios episodios bélicos posteriores. En 1521 se produce una incursión de tropas franco-navarras procedentes de Baja Navarra en su intento de reconquista y expulsión del invasor, en las que participaban los hermanos de Francisco Javier. Al mismo tiempo se subleva la población de varias ciudades, incluida la de Pamplona. Iñigo, que lucha con el ejército castellano y se encuentra en Pamplona en mayo de ese año, cuando llegan las tropas franco-navarras, resiste en el castillo de la ciudad, que es asediado, arengando a sus soldados a una defensa que resultaba imposible.4 En el combate es alcanzado por una bala de cañón que pasa entre sus dos piernas, rompiéndole una e hiriéndole la otra. La tradición sitúa el hecho el 20 de mayo de 1521, lunes de Pentecostés. El castillo cae el 23 ó 24 del mismo mes y se le practican las primeras curas y se le traslada a su casa de Loyola.
La recuperación es larga y dolorosa, y con resultado dudoso, al haberse soldado mal los huesos. Se decide volver a operar y cortarlo, soportando el dolor como una parte más de su condición de caballero.
En el tiempo de convalecencia, lee los libros La vida de Cristo, del cartujo Ludolfo de Sajonia, y el Flos Sanctorum, que hacen mella en él. Bajo la influencia de esos libros, se replantea toda la vida y hace autocrítica de su vida como soldado. Como dice su autobiografía:
Y cobrada no poco lumbre de aquesta leción, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en quánta necesidad tenía de hacer penitencia della. Y aquí se le ofrecían los deseos de imitar los santos, no mirando más circunstancias que prometerse así con la gracia de Dios de hacerlo como ellos lo habían hecho. Mas todo lo que deseaba de hacer, luego como sanase, era la ida de Hierusalem, como arriba es dicho, con tantas disciplinas y tantas abstinencias, cuantas un ánimo generoso, encendido de Dios, suele desear hacer.
Este deseo se ve acrecentado por una visión de la Virgen con el Niño Jesús, que provoca la definitiva conversión del soldado en religioso. De allí sale con la convicción de viajar a Jerusalén con la tarea de la conversión de los no cristianos en Tierra Santa.

Aspiraciones religiosas

En Barcelona se hospeda en el Monasterio de Montserrat de los benedictinos (25 de marzo de 1522), donde cuelga su vestidura militar frente a la imagen de la Virgen y abandona el mismo con harapos y descalzo. De esa forma llega a Manresa, donde permanecerá por diez meses, ayudado por un grupo de mujeres creyentes, entre las cuales tiene fama de santidad. En este período vive en una cueva en donde medita y ayuna. De esta experiencia nacen los Ejercicios espirituales, que serán editados en 1548 y son la base de la filosofía ignaciana.
En Manresa se produce el cambio drástico de su vida, «cambiar el ideal del peregrino solitario por el de trabajar en bien de las almas, con compañeros que quisiesen seguirle en su camino».
Llega a Roma y, seguidamente, el 4 de septiembre de 1523 a Jerusalén, de donde tiene que volver a Barcelona.
Su amiga Isabel Roser le aconseja que inicie estudios. Aprende latín y se inscribe en la universidad. Estudia en Alcalá de Henares desde 1526 a 1527; vivió y trabajó en el Hospital de Antezana como enfermero y cocinero para los enfermos. Posteriormente, va a Salamanca, hablando a todos sobre sus ejercicios espirituales, cosa que no es bien vista por las autoridades y le acarrea algunos problemas, y lo llegan a encarcelar por algunos días. En vista de la falta de libertad para su plática en España, decide irse a París.

Estudios en París

En febrero de 1528 entra en la Universidad de París, donde permanece por más de siete años, aumentando su educación teológica y literaria, y tratando de despertar el interés de los estudiantes en sus ejercicios espirituales.
Para 1534, tenía seis seguidores clave: Francisco Javier, Pedro Fabro, Alfonso Salmerón, Diego Laínez, Nicolás de Bobadilla y Simão Rodrigues (portugués).

Fundación de la Compañía de Jesús

Viaja a Flandes e Inglaterra para conseguir dinero para su obra. Tiene ya muy perfilado el proyecto y los compañeros que le siguen. El día 15 de agosto de 1534 los siete juran en Montmartre «servir a nuestro Señor, dejando todas las cosas del mundo» y fundan la Sociedad de Jesús, que luego sería llamada la Compañía de Jesús. Deciden viajar a Tierra Santa y, si no pueden, ponerse a las órdenes del Papa.
Ignacio parte a su tierra, por motivos de salud, y está por un período de tres meses. Luego hace varias visitas a los familiares de sus compañeros, entregando cartas y recados, y se embarca para Venecia, donde pasa todo el año de 1536, que aprovecharía para estudiar. El 8 de enero de 1537 llegan los compañeros de París.
El Papa Pablo III les dio la aprobación y les permitió ordenarse sacerdotes. Fueron ordenados en Venecia por el obispo de Arbe el 24 de junio. Ignacio celebrará la primera misa en la noche de Navidad del año 1538. En ese tiempo se dedican a predicar y al trabajo caritativo en Italia. Parte a Roma a pedir permiso para ir a Jerusalén y se lo dan, pero por problemas bélicos no pueden llegar y se ponen a las órdenes del Papa.
En el viaje a Roma sucede un hecho importante en la vida de Ignacio. En La Storta, localidad al norte de Roma, tiene una experiencia espiritual de excepcional trascendencia, que su autobiografía recoge así:
Tuvo tal mutación en su alma y ha visto tan claramente que el Padre le ponía con Cristo, su Hijo, que no sería capaz de dudar de que el Padre le ponía con su Hijo. Con esta expresión reveló la unión que desde entonces sintió con Cristo. Laínez completó estos datos, añadiendo que la visión fue trinitaria, y que en ella el Padre, dirigiéndose al Hijo, le decía: «Yo quiero que tomes a éste como servidor tuyo» y Jesús, a su vez, volviéndose hacia Ignacio, le dijo: «Yo quiero que tú nos sirvas».
Esto determinará la fundación de la Compañía de Jesús, sería el remate a lo que comenzó en Manresa con los ejercicios espirituales. La directriz era clara: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplearse en el servicio de Dios y bien de los prójimos.
En octubre de 1538, Ignacio se encaminó hacia Roma, junto con Fabre y Laínez, para la aprobación de la constitución de la nueva orden. Un grupo de cardenales se mostró a favor de la constitución y Paulo III confirmó la orden mediante la bula Regimini militantis (27 de septiembre de 1540), pero limitaba el número de sus miembros a sesenta. Esta limitación fue revocada a través de la bula Injunctum nobis (14 de marzo de 1543). Así nacía la Societas Iesu, la Compañía de Jesús o, como se le conoce comúnmente, «los Jesuitas».

Superior General de los Jesuitas

La «Visión de la Storta», capilla de San Ignacio, de estilo barroco indígena, Arequipa (Perú).
Ignacio fue elegido Superior general de su orden religiosa. Envió a sus compañeros como misioneros por Europa para crear escuelas, universidades y seminarios donde estudiarían los futuros miembros de la orden, así como los dirigentes europeos.
En 1548, sus Ejercicios espirituales fueron finalmente impresos y fue llevado incluso a la Inquisición romana, pero fue rápidamente dejado libre.
Ignacio escribió las Constituciones jesuitas, adoptadas en 1554, las cuales crearon una organización monacal, exigiendo absoluta abnegación y obediencia al Papa y superiores (perinde ac cadaver, «disciplinado como un cadáver»). Su principio fundamental se volvió el lema jesuita: Ad maiorem Dei gloriam («A mayor gloria de Dios»).
Los jesuitas jugaron un papel clave en el éxito de la Contrarreforma.
Durante el período 1553–1555, Ignacio le dictó su biografía a su secretario, el Padre Gonçalves da Câmara. Esta autobiografía es una pieza importante para entender sus Ejercicios espirituales. El original quedó archivado e inédito durante 150 años, hasta que Bollandisten publicó el texto en Acta Sanctorum.5
La Compañía se extiende por Europa y por todo el mundo y solamente está obligada a responder de sus actos ante el Papa.
En 1551 Ignacio de Loyola quiere que se le sustituya al frente de la Compañía, pero su solicitud de renuncia es rechazada. Al año siguiente muere Francisco Javier, a quien Ignacio tenía en mente para su sustitución.
Surgen divergencias en el seno de la dirección de la Compañía. Simão Rodrigues, uno de los fundadores, se rebela contra Ignacio desde Portugal, Bobadilla critica el modo de mando de Ignacio, y su amiga Isabel Roser quiere fundar una compañía femenina, a lo que Ignacio se niega.
Dirige la Compañía desde su celda en Roma y va ordenando todo lo que ha ido creando hasta poco antes de su muerte. La Compañía crece y pasa a tener miles de miembros, a la vez que se granjea muchos amigos y enemigos por todo el mundo.
Muere el 31 de julio de 1556, en el transcurso de una enfermedad en su celda de la sede de los Jesuitas en Roma.

Misa en la catedral de Río del Papa Francisco con obispos, sacerdotes y seminaristas

Santa Misa con los obispos de la XXVIII JMJ y con los sacerdotes, religiosos y seminaristas en la catedral de San Sebastián (Río de Janeiro, 27 de julio de 2013)
Queridos hermanos en Cristo,

Al ver esta catedral llena de obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas de todo el mundo, pienso en las palabras del Salmo de la misa de hoy: «Oh Dios, que te alaben los pueblos» (Sal 66). Sí, estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos.
Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, anunciamos el Evangelio a nuestros jóvenes para que encuentren a Cristo, luz para el camino, y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno. En este sentido, quisiera reflexionar con vosotros sobre tres aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro.

1. Llamados por Dios. Es importante reavivar en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: «No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes», dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada. Al comienzo de nuestro camino vocacional hay una elección divina. Hemos sido llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14), unidos a él de una manera tan profunda como para poder decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). En realidad, este vivir en Cristo marca todo lo que somos y lo que hacemos. Y esta «vida en Cristo» es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero» (Jn 15,16). No es la creatividad pastoral, no son los encuentros o las planificaciones los que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4). Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo, especialmente a través de nuestra fidelidad a la vida de oración, en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía y en las personas más necesitadas. El «permanecer» con Cristo no es aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros. Recuerdo algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta:
«Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de servir a Cristo en los pobres. Es en las «favelas», en los «cantegriles», en las «villas miseria» donde hay que ir a buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al altar: con alegría»

(Mother Instructions, I, p. 80). Jesús, el Buen Pastor, es nuestro verdadero tesoro, tratemos de fijar cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc 12,34).

2. Llamados a anunciar el Evangelio. Queridos Obispos y sacerdotes, muchos de ustedes, si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús: «Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones» (cf. Mt 28,19). Nuestro compromiso es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un poco asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Me acuerdo de mi sueño cuando era joven: ir de misionero al lejano Japón. Pero Dios me mostró que mi tierra de misión estaba mucho más cerca: mi patria.

Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. No escatimemos esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus cristianos, utiliza una bella expresión, que él hizo realidad en su vida: «Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro ministerio. Ayudemos a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la fe, la alegría de ser amados personalmente por Dios, que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra salvación. Eduquémoslos a la misión, a salir, a ponerse en marcha. Así ha hecho Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como una gallina con sus polluelos; los envió. No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad, cuando tantas personas están esperando el Evangelio. No es un simple abrir la puerta para acoger, sino salir por ella para buscar y encontrar. Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los que están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. También ellos están invitados a la mesa del Señor.

3. Llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes se ha abierto paso lamentablemente una cultura de la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre a la vera del camino. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos «dogmas»: la eficiencia y el pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes, religiosos y también ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio, tengan el valor de ir contracorriente. No renunciemos a este don de Dios: la única familia de sus hijos. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad y la fraternidad, son los elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.

Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Permítanme decir que debemos estar casi obsesionados en este sentido. No queremos ser presuntuosos imponiendo «nuestra verdad». Lo que nos guía es la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).

Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con valentía la cultura del encuentro. Que la Virgen María sea nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65). Que ella sea la Estrella que guía con seguridad nuestros pasos al encuentro del Señor. Amén.

Ángelus del Papa Francisco desde el balcón del arzobispado de Río de Janeiro

Rezo del Angelus Domini desde el balcón central del palacio arzobispal de San Joaquín (Río de Janeiro, 26 de julio de 2013)

Queridos hermanos y amigos

Doy gracias a la Divina Providencia por haber guiado mis pasos hasta aquí, a la ciudad de San Sebastián de Río de Janeiro. Agradezco de corazón a Mons. Orani y también a ustedes la cálida acogida, con la que manifiestan su afecto al Sucesor de Pedro. Me gustaría que mi paso por esta ciudad de Río renovase en todos el amor a Cristo y a la Iglesia, la alegría de estar unidos a Él y de pertenecer a la Iglesia, y el compromiso de vivir y dar testimonio de la fe.

Una bellísima expresión popular de la fe es la oración del Angelus [en Brasil, la Hora de María]. Es una oración sencilla que se reza en tres momentos señalados de la jornada, que marcan el ritmo de nuestras actividades cotidianas: por la mañana, a mediodía y al atardecer.

Pero es una oración importante; invito a todos a recitarla con el Avemaría. Nos recuerda un acontecimiento luminoso que ha transformado la historia: la Encarnación, el Hijo de Dios se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret.

Hoy la Iglesia celebra a los padres de la Virgen María, los abuelos de Jesús: los santos Joaquín y Ana. En su casa vino al mundo María, trayendo consigo el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción; en su casa creció acompañada por su amor y su fe; en su casa aprendió a escuchar al Señor y a seguir su voluntad. Los santos Joaquín y Ana forman parte de esa larga cadena que ha transmitido el amor de Dios, en el calor de la familia, hasta María que acogió en su seno al Hijo de Dios y lo dio al mundo, nos los ha dado a nosotros. ¡Qué precioso es el valor de la familia, como lugar privilegiado para transmitir la fe! Refiriéndome al ambiente familiar quisiera subrayar una cosa: hoy, en esta fiesta de los santos Joaquín y Ana, se celebra, tanto en Brasil como en otros países, la fiesta de los abuelos. Qué importantes son en la vida de la familia para comunicar ese patrimonio de humanidad y de fe que es esencial para toda sociedad. Y qué importante es el encuentro y el diálogo intergeneracional, sobre todo dentro de la familia. El Documento conclusivo de Aparecida nos lo recuerda: “Niños y ancianos construyen el futuro de los pueblos. Los niños porque llevarán adelante la historia, los ancianos porque transmiten la experiencia y la sabiduría de su vida” (n. 447). Esta relación, este diálogo entre las generaciones, es un tesoro que tenemos que preservar y alimentar. En estas Jornadas de la Juventud, los jóvenes quieren saludar a los abuelos. Los saludan con todo cariño y les agradecen el testimonio de sabiduría que nos ofrecen continuamente.

Y ahora, en esta Plaza, en sus calles adyacentes, en las casas que viven con nosotros este momento de oración, sintámonos como una gran familia y dirijámonos a María para que proteja a nuestras familias, las haga hogares de fe y de amor, en los que se sienta la presencia de su Hijo Jesús.