Santa Isabel de Hungría

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Viuda
(1207- 1231)
«Que el Señor nos conceda como
a su buena Isabel, el don de un gran desprendimiento para dedicar
nuestra vida y nuestros bienes a ayudar a los
más necesitados.»
SU VIDA
Isabel, a los 15 años fue dada en matrimonio por su padre el Rey de
Hungría al príncipe Luis VI de Turingia, el matrimonio tuvo tres
hijos. Se amaban tan intensamente que ella llegó a exclamar un día:
«Dios mío, si a mi esposo lo amo tantísimo, ¿Cuánto más debiera amarte
a Ti?». Su esposo aceptaba de buen modo las santas exageraciones que
Isabel tenía en repartir a los pobres cuanto encontraba en la casa. Él
respondía a los que criticaban: «Cuanto más demos nosotros a los
pobres, más nos dará Dios a nosotros».
Cuando apenas de veinte años y con su hijo menor recién nacido, su
esposo, un cruzado, murió en un viaje a defender Tierra Santa. Isabel
casi se desespera al oír la noticia, pero luego se resignó y aceptó la
voluntad de Dios. Rechazó varias ofertas de matrimonio y se decidió
entonces a vivir en la pobreza y dedicarse al servicio de los más
pobres y desamparados.
El sucesor de su marido la desterró del castillo y tuvo que huir con
sus tres hijos, desprovistos de toda ayuda material. Ella, que cada
día daba de comer a 900 pobres en el castillo, ahora no tenía quién le
diera para el desayuno. Pero confiaba totalmente en Dios y sabía que
nunca la abandonaría, ni a sus hijos. Finalmente algunos familiares
la recibieron en su casa, y más tarde el Rey de Hungría consiguió que
le devolvieran los bienes que le pertenecían como viuda, y con ellos
construyó un gran hospital para pobres, y ayudó a muchas familias
necesitadas.
Un Viernes Santo, después de las ceremonia, cuando ya habían
desvestido los altares en la iglesia, se arrodilló ante uno y delante
de varios religiosos hizo voto de renuncia de todos sus bienes y voto
de pobreza, como San Francisco de Asís, y consagró su vida al
servicio de los más pobres y desampardos. Cambió sus vestidos de
princesa por un simple hábito de hermana franciscana, de tela burda y
ordinaria, y los últimos cuatro años de su vida (de los 20 hasta los
24 años) se dedicó a atender a los pobres enfermos del hospital que
había fundado. Se propuso recorrer calles y campos pidiendo limosna
para sus pobres, y vestía como las mujeres más pobres del campo. Vivía
en una humilde choza junto al hospital. Tejía y hasta pescaba, con tal
de obtener con qué compararles medicinas a los enfermos.
Tenía un director espiritual que para ayudarla en su camino a la
santidad, la trataba duramente. Ella exclamaba: «Dios mío, si a este
sacerdote le tengo tanto temor, ¿cuánto más te debería temer a Ti, si
desobedezco tus mandamientos?»
Un día, cuando todavía era princesa, fue al templo vestida con los más
exquisitos lujos, pero al ver una imagen de Jesús crucificado pensó:
«¿Jesús en la Cruz despojado de todo y coronado de espinas, y yo con
corona de oro y vestidos lujosos?». Nunca más volvió con vestidos
lujosos al templo de Dios.
Una vez se encontró un leproso abandonado en el camino, y no teniendo
otro sitio en dónde colocarlo por el momento, lo acostó en la cama de
su marido que estaba ausente. Llegó este inesperadamente y le contaron
el caso. Se fue furioso a regañarla, pero al llegar a la habitación,
vio en su cama, no el leproso sino un hermoso crucifijo ensangrentado.
Recordó entonces que Jesús premia nuestros actos de caridad para con
los pobres como hechos a Él mismo.
El pueblo la llamaba «la mamacita buena».
Uno sacerdotes de aquella época escribió: «Afirmo delante de Dios que
raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una
vida de oración y de contemplación tan elevada». Algunos religiosos
franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirman que
varias veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la vieron
rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy
resplandecientes.
El mismo emperador Federico II afirmó: «La venerable Isabel, tan amada
de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella
luminosa en la noche oscura».
Cuando apenas cumplía 24 años, el 17 de noviembre del año 1231, pasó
de esta vida a la eternidad. A sus funerales asistieron el emperador
Federico II y una multitud tan grande formada por gentes de diversos
países y de todas las clases sociales, que los asistentes decían que
no se había visto ni quizá se volvería a ver en Alemania un entierro
tan concurrido y fervoroso como el de Isabel de Hungría, la patrona de
los pobres.
El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano lego se le
destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles
dolores. De pronto vio a parecer a Isabel en su habitación, vestida
con trajes hermosísimos. Él dijo: «¿Señora, Usted que siempre ha
vestido trajes tan pobres, por qué ahora tan hermosamente vestida?». Y
ella sonriente le dijo: «Es que voy para la gloria. Acabo de morir
para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado». El paciente
estiró el brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue
completa e instantánea.
Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un
monje cisterciense el cual desde hacía varios años sufría un terrible
dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle de su
dolencia. Se arrodilló por un buen rato a rezar junto a la tumba de la
santa, y de un momento a otro quedó completamente curado de su dolor y
de su enfermedad.
Estos milagros y muchos más, movieron al Sumo Pontífice a declararla
santa, cuando apenas habían pasado cuatro años de su muerte.
Santa Isabel de Hungría es patrona de la Arquidiócesis de Bogotá.
Una Historia
No faltó quien acusó a la princesa ante el propio duque de estar
dilapidando los caudales públicos y dejar exhaustos los graneros y
almacenes. El margrave Luis quería a su esposa con delirio, pero no
pudo resistir, sin duda, el acoso de sus intendentes y les pidió una
prueba de su acusación.

— Espera un poco -le dijeron- y verás salir a la señora con la
faltriquera llena.
Efectivamente, poco tuvo que esperar el duque para ver a su mujer que
salía, como a hurtadillas, de palacio cerrando cautelosamente la
puerta. Violentamente la detuvo y la preguntó con dureza:
— ¿Qué llevas en la falda?
— Nada…, son rosas -contestó Isabel tratando de disculparse, sin
recordar que estaba en pleno invierno-.
Y, al extender el delantal, rosas eran y no mendrugos de pan lo que
Isabel llevaba, porque el Señor quiso salir fiador de la palabra de su
sierva.
ORACIÓN
Oh Dios misericordioso, alumbra los corazones
de tus fieles; y por las súplicas gloriosas de Santa Isabel, haz que
despreciemos las prosperidades mundanales, y gocemos siempre de la
celestial consolación. Por nuestro Señor Jesucristo.
Amén.

1 pensamiento sobre “Santa Isabel de Hungría

  1. Ofir

    Preciiosos e interesantes esos detalles de la vida de santa Isabel e Hungría, tan amante de los pobres como lo demostró, apliquémoslo a nuestras vidas y tratemos de imitarla dentro de nuestras posibilidades

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