En Roma, en la vía Labicana, santa Elena, madre del emperador Constantino, que tuvo un interés singular en ayudar a los pobres y acudía a la iglesia piadosamente confundida entre los fieles. Habiendo peregrinado a Jerusalén para descubrir los lugares del Nacimiento de Cristo, de su Pasión y Resurrección, honró el pesebre y la cruz del Señor con basílicas dignas de veneración (c. 329).
En un mesón propiedad de sus padres en Daprasano (Nicomedia) nació pobre en el seno de una familia pagana. Allí pudo, en su juventud, contemplar los efectos de las persecuciones mandadas desde Roma: vió a los cristianos que eran tomados presos y metidos en las cárceles de donde salían para ser atormentados cruelmente, quemados vivos o arrojados a las fieras. Nunca lo entendió; ella conocía a algunos de ellos y alguna de las cristianas muertas fueron de sus amigas ¿qué mal hacían para merecer la muerte? A su entender, sólo podía asegurar que eran personas excelentes.
San Ambrosio, que vivió en época inmediatamente posterior, la describe como una mujer privilegiada en dones naturales y en nobleza de corazón. Y así debía ser cuando se enamoró de ella Constancio, el que lleva el sobrenombre de Cloro por el color pálido de su tez, general valeroso y prefecto del pretorio durante Maximiano. Tenía Elena 23 años al contraer matrimonio. En Naïsus (Dardania) les nació, el 27 de febrero del 274, el hijo que llegaría a ser César de Maximiano como Galerio lo fue de Diocleciano.
Pero no todo fueron alegrías. Elena fue repudiada por motivos políticos en el 292 para poder casarse Constancio con la hijastra de Maximiano y llegar a establecer así el parentesco imprescindible entre los miembros de la tetrarquía. Le costó mucho saberse pospuesta al deseo de poder de su marido, pero esto lo aceptó mejor que el hecho de verse separada de su hijo Constantino que pasó a educarse en el palacio junto a su padre y donde se reveló como un fantástico organizador y estratega.
Muerto Constancio Cloro en el 306, Constantino decide llevarse a su madre a vivir con él a la corte de Tréveris. En esta época aún no hay certeza histórica de que su madre fuera cristiana. Sí, cuando -por testimonio de Eusebio de Cesarea- aparezca sobre el sol el signo de la cruz con motivo de la batalla de Saxa Rubra y la leyenda «con este signo vencerás» que dio el triunfo a Constantino y lo hizo único Emperador de Roma, en el 312.
Aunque el emperador retrasará su bautismo hasta la misma muerte, es complaciente con la condición de cristiana que tiene su madre que daba sonados ejemplos de humildad y caridad. Incluso parece descubrirse la influencia materna tras el Edicto de Milán que prohibía la persecución de los cristianos y los edictos posteriores que terminan vetando el culto a los dioses lares. Agasaja a su madre haciéndola Augusta, acuña monedas con su efigie y le facilita levantar iglesias.
En el 326 Elena está con su hijo en Bizancio, a orillas del Bósforo. Aunque se aproxima ya a los setenta años alienta en su espíritu un deseo altamente repensado y nunca confesado, pero que cada día crece y toma fuerza en su alma; anhela ver, tocar, palpar y venerar el sagrado leño donde Cristo entregó su vida por todos los hombres. Organiza un viaje a los Santos Lugares en cuyo relato se mezclan todos los elementos imaginables pertenecientes al mundo de la fábula por tratarse del desplazamiento de la primera dama del Imperio a los humildes a lejanos lugares donde nació, vivió, sufrió y resucitó el Redentor. Pero aparte de todo lo que de fantástico pueda haber en los relatos, fuentes suficientemente atendibles como Crisóstomo, Ambrosio, Paulino de Nola y Sulpicio Severo refieren que se dedicó a una afanosa búsqueda de la Santa Cruz con resultados negativos entre los cristianos que no saben dar respuesta satisfactoria a sus pesquisas. Sintiéndose frustrada, pasa a indagar entre los judíos hasta encontrar a un tal Judas que le revela el secreto rigurosamente guardado entre una facción de ellos que, para privar a los cristianos de su símbolo, decidieron arrojar a un pozo las tres cruces del Calvario y lo cegaron luego con tierra.
Las excavaciones resultaron con éxito. Aparecieron las tres cruces con gran júbilo de Elena. Sacadas a la luz, sólo resta ahora la grave dificultad de llegar a determinar aquella en la que estuvo clavado Jesús. Relatan que el obispo Demetrio tuvo la idea de organizar una procesión solemne, con toda la veneración que el asunto requería, rezando plegarias y cantando salmodias, para poner sobre las cruces descubiertas el cuerpo de una cristiana moribunda por si Dios quisiera mostrar la Vera Cruz. El milagro se produjo al ser colocada en sus parihuelas sobre la tercera de las cruces la pobre enferma que recuperó milagrosamente la salud.
Tres partes mandó hacer Elena de la Cruz. Una se trasladó a Constantinopla, otra quedó en Jerusalén y la tercera llegó a Roma donde se conserva y venera en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén.
No han faltado autores que atribuyan a la fábula el hecho de la invención por Elena basándose principalmente en que no hay noticia expresa de tamaño acontecimiento hasta un siglo después. Ciertamente es así, pero lo resuelven otros estudiosos afirmando que la fuente histórica que relata los acontecimientos es el historiador contemporáneo Eusebio de Cesarea al que en su Vita Constantini sólo le interesan los acontecimientos realizados por Constantino, bien porque sigue los cánones de la historia contemporánea, o quizá porque sólo le interesa adular a su anfitrión.
Murió Elena sin que sepamos el sitio ni la fecha. Su hijo Constantino dispuso trasladar sus restos con gran solemnidad a la Ciudad Eterna y parte de ellos se conservan en la iglesia Ara Coeli, dedicada a Santa Elena, la mujer que dejó testimonio tangible y visible en unos maderos del paso salvador por la tierra de Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
Santa a la que le debemos poner tener y venerar los restos de la cruz donde murió Cristo.