El apóstol amado .
Que nos ame mucho Maria , como a él. Amén +
Nacimiento de San Juan Bautista
Este es el único santo al cual se le celebra la fiesta el día de su nacimiento.
San Juan Bautista nació seis meses antes de Jesucristo (de hoy en seis
meses – el 24 de diciembre – estaremos celebrando el nacimiento de
nuestro Redentor, Jesús).
El capítulo primero del evangelio de San Lucas nos cuenta de la
siguiente manera el nacimiento de Juan: Zacarías era un sacerdote
judío que estaba casado con Santa Isabel, y no tenían hijos porque
ella era estéril. Siendo ya viejos, un día cuando estaba él en el
Templo, se le apareció un ángel de pie a la derecha del altar.
Al verlo se asustó, mas el ángel le dijo: «No tengas miedo, Zacarías;
pues vengo a decirte que tú verás al Mesías, y que tu mujer va a tener
un hijo, que será su precursor, a quien pondrás por nombre Juan. No
beberá vino ni cosa que pueda embriagar y ya desde el vientre de su
madre será lleno del Espíritu Santo, y convertirá a muchos para Dios».
Pero Zacarías respondió al ángel: «¿Cómo podré asegurarme que eso es
verdad, pues mi mujer ya es vieja y yo también?».
El ángel le dijo: «Yo soy Gabriel, que asisto al trono de Dios, de
quien he sido enviado a traerte esta nueva. Mas por cuanto tú no has
dado crédito a mis palabras, quedarás mudo y no volverás a hablar
hasta que todo esto se cumpla».
Seis meses después, el mismo ángel se apareció a la Santísima Virgen
comunicándole que iba a ser Madre del Hijo de Dios, y también le dio
la noticia del embarazo de su prima Isabel.
Llena de gozo corrió a ponerse a disposición de su prima para ayudarle
en aquellos momentos. Y habiendo entrado en su casa la saludó. En
aquel momento, el niño Juan saltó de alegría en el vientre de su
madre, porque acababa de recibir la gracia del Espíritu Santo al
contacto del Hijo de Dios que estaba en el vientre de la Virgen.
También Santa Isabel se sintió llena del Espíritu Santo y, con
espíritu profético, exclamó: «Bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde me viene a mí tanta
dicha de que la Madre de mi Señor venga a verme? Pues en ese instante
que la voz de tu salutación llegó a mis oídos, la criatura que hay en
mi vientre se puso a dar saltos de júbilo. ¡Oh, bienaventurada eres Tú
que has creído! Porque sin falta se cumplirán todas las cosas que se
te han dicho de parte del Señor». Y permaneció la Virgen en casa de su
prima aproximadamente tres meses; hasta que nació San Juan.
De la infancia de San Juan nada sabemos. Tal vez, siendo aún un
muchacho y huérfano de padres, huyó al desierto lleno del Espíritu de
Dios porque el contacto con la naturaleza le acercaba más a Dios.
Vivió toda su juventud dedicado nada más a la penitencia y a la
oración.
Como vestido sólo llevaba una piel de camello, y como alimento,
aquello que la Providencia pusiera a su alcance: frutas silvestres,
raíces, y principalmente langostas y miel silvestre. Solamente le
preocupaba el Reino de Dios.
Cuando Juan tenía más o menos treinta años, se fue a la ribera del
Jordán, conducido por el Espíritu Santo, para predicar un bautismo de
penitencia.
Juan no conocía a Jesús; pero el Espíritu Santo le dijo que le vería
en el Jordán, y le dio esta señal para que lo reconociera: «Aquel
sobre quien vieres que me poso en forma de paloma, Ese es».
Habiendo llegado al Jordán, se puso a predicar a las gentes
diciéndoles: Haced frutos dignos de penitencia y no estéis confiados
diciendo: Tenemos por padre a Abraham, porque yo os aseguro que Dios
es capaz de hacer nacer de estas piedras hijos de Abraham. Mirad que
ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no
dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego».
Y las gentes le preguntaron: «¿Qué es lo que debemos hacer?». Y
contestaba: «El que tenga dos túnicas que reparta con quien no tenga
ninguna; y el que tenga alimentos que haga lo mismo»…
«Yo a la verdad os bautizo con agua para moveros a la penitencia; pero
el que ha de venir después de mí es más poderoso que yo, y yo no soy
digno ni siquiera de soltar la correa de sus sandalias. El es el que
ha de bautizaros en el Espíritu Santo…»
Los judíos empezaron a sospechar si el era el Cristo que tenía que
venir y enviaron a unos sacerdotes a preguntarle «¿Tu quién eres?» El
confesó claramente: «Yo no soy el Cristo» Insistieron: «¿Pues cómo
bautizas?» Respondió Juan, diciendo: «Yo bautizo con agua, pero en
medio de vosotros está Uno a quien vosotros no conocéis. El es el que
ha de venir después de mí…»
Por este tiempo vino Jesús de Galilea al Jordán en busca de Juan para
ser bautizado. Juan se resistía a ello diciendo: «¡Yo debo ser
bautizado por Ti y Tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús,
diciendo: «Déjame hacer esto ahora, así es como conviene que nosotros
cumplamos toda justicia». Entonces Juan condescendió con El.
Habiendo sido bautizado Jesús, al momento de salir del agua, y
mientras hacía oración, se abrieron los cielos y se vio al Espíritu de
Dios que bajaba en forma de paloma y permaneció sobre El. Y en aquel
momento se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy
amado, en quien tengo todas mis complacencias».
Al día siguiente vio Juan a Jesús que venía a su encuentro, y al verlo
dijo a los que estaban con él: «He aquí el Cordero de Dios, que quita
el pecado del mundo. Este es aquél de quien yo os dije: Detrás de mí
vendrá un varón, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes
que yo».
Entonces Juan atestiguó, diciendo: «He visto al Espíritu en forma de
paloma descender del cielo y posarse sobre El. Yo no le conocía, pero
el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquél sobre quien vieres
que baja el Espíritu Santo y posa sobre El, ése es el que ha de
bautizar con el Espíritu Santo. Yo lo he visto, y por eso doy
testimonio de que El es el Hijo de Dios».
Herodías era la mujer de Filipo, hermano de Herodes. Herodías se
divorció de su esposo y se casó con Herodes, y entonces Juan fue con
él y le recriminó diciendo: «No te es lícito tener por mujer a la que
es de tu hermano»; y le echaba en cara las cosas malas que había
hecho.
Entonces Herodes, instigado por la adúltera, mandó gente hasta el
Jordán para traerlo preso, queriendo matarle, mas no se atrevió
sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía, pues estaba muy
perplejo y preocupado por lo que le decía.
Herodías le odiaba a muerte y sólo deseaba encontrar la ocasión de
quitarlo de en medio, pues tal vez temía que a Herodes le remordiera
la conciencia y la despidiera siguiendo el consejo de Juan.
Sin comprenderlo, ella iba a ser la ocasión del primer mártir que
murió en defensa de la indisolubilidad del matrimonio y en contra del
divorcio.
Estando Juan en la cárcel y viendo que algunos de sus discípulos
tenían dudas respecto a Jesús, los mandó a El para que El mismo los
fortaleciera en la fe.
Llegando donde El estaba, le preguntaron diciendo: «Juan el Bautista
nos ha enviado a Ti a preguntarte si eres Tú el que tenía que venir, o
esperamos a otro».
En aquel momento curó Jesús a muchos enfermos. Y, respondiendo, les
dijo: «Id y contad a Juan las cosas que habéis visto y oído: Los
ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, y
a los pobres se les anuncia el Evangelio…»
Así que fueron los discípulos de Juan, empezó Jesús a decir: «¿Qué
salisteis a ver en el desierto? ¿Alguna caña sacudida por el viento? o
¿Qué salisteis a ver? ¿Algún profeta? Si, ciertamente, Yo os lo
aseguro; y más que un profeta. Pues de El es de quien está escrito:
Mira que yo te envío mi mensajero delante de Ti para que te prepare el
camino. Por tanto os digo: Entre los nacidos de mujer, nadie ha sido
mayor que Juan el Bautista…»
Llegó el cumpleaños de Herodes y celebró un gran banquete, invitando a
muchos personajes importantes. Y al final del banquete entró la hija
de Herodías y bailó en presencia de todos, de forma que agradó mucho a
los invitados y principalmente al propio Herodes.
Entonces el rey juró a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo
daré, aunque sea la mitad de mi reino».
Ella salió fuera y preguntó a su madre: «¿Qué le pediré?» La adúltera,
que vio la ocasión de conseguir al rey lo que tanto ansiaba, le
contestó: «Pídele la cabeza de Juan el Bautista». La muchacha entró de
nuevo y en seguida dijo al rey: «Quiero que me des ahora mismo en una
bandeja la cabeza de Juan el Bautista».
Entonces se dio cuenta el rey de su error, y se pudo muy triste porque
temía matar al Bautista; pero a causa del juramento, no quiso
desairarla, y, llamando a su guardia personal, ordenó que fuesen a la
cárcel, lo decapitasen y le entregaran a la muchacha la cabeza de Juan
en la forma que ella lo había solicitado.
Juan Bautista: pídele a Jesús que nos envíe muchos profetas y santos como tú.
o Comunión de deseo
Oración personal para comunión espiritual
Yo quisiera, Señor, recibirte con aquella pureza, humildad y devoción con que te recibió tu santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos.
O bien:
Fórmula de San Alfonso María de Ligorio
Creo, Jesús mío, que estáis realmente presente en el Santísimo Sacramento del Altar.
Os amo sobre todas las cosas y deseo recibiros en mi alma.
Pero como ahora no puedo recibiros sacramentado,
venid a lo menos espiritualmente a mi corazón.
(Pausa en silencio para adoración)
Como si ya os hubiese recibido, os abrazo y me uno todo a Vos.
No permitáis, Señor, que jamás me separe de Vos. Amén.
Eterno Padre os ofrezco la Sangre, el Alma, el Espíritu, el Cuerpo y la Divinidad preciosísima de Tu Hijo Jesús en expiación de mis pecados, los pecados del mundo entero y las necesidades de nuestra Santa Iglesia Católica. Amén.
San Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo, de 1568, en el castillo de Castiglione delle Stivieri, en la Lombardia. Hijo mayor de Ferrante, marqués de Chatillon de Stiviéres en Lombardia y príncipe del Imperio y Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués ocupaba un alto cargo. La madre, habiendo llegado a las puertas de la muerte antes del nacimiento de Luis, lo había consagrado a la Santísima Virgen y llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a don Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como el.
Desde que el niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y arcabuces en miniatura y, a los cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde unos tres mil soldados se ejercitaban en preparación para la campaña de la expedición española contra Túnez. Durante su permanencia en aquellos cuarteles, que se prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se divertía en grande al encabezar los desfiles y en marchar al frente del pelotón con una pica al hombro.
En cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló para cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo advirtiera, y dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento. Rodeado por los soldados, aprendió la importancia de ser valiente y del sacrificio por grandes ideales, pero también adquirió el rudo vocabulario de las tropas. Al regresar al castillo, las repetía cándidamente.
Su tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo era grosero y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado y arrepentido de modo que, comprendiendo que aquello ofendía a Dios, jamás volvió a repetirlo.
Despierta su vida espiritual
Apenas contaba siete años de edad cuando experimentó lo que podría describirse mejor como un despertar espiritual. Siempre había dicho sus oraciones matinales y vespertinas, pero desde entonces y por iniciativa propia, recitó a diario el oficio de Nuestra Señora, los siete salmos penitenciales y otras devociones, siempre de rodillas y sin cojincillo. Su propia entrega a Dios en su infancia fue tan completa que, según su director espiritual, San Roberto Belarmino, y tres de sus confesores, nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal.
En 1577 su padre lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, Italia, dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el idioma italiano puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus progresos en estas ciencias seculares, no impidieron que Luis avanzara a grandes pasos por el camino de la santidad y, desde entonces, solía llamar a Florencia, «la escuela de la piedad».
Un día que la marquesa contemplaba a sus hijos en oración, exclamó: «Si Dios se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio, «¡qué dichosa sería yo!». Luis le dijo al oído: «Yo seré el que Dios escogerá.». Desde su primera infancia se había entregado al la Santísima Virgen. A los nueve años, en Florencia, se unió a Ella haciendo el voto de virginidad. Después resolvió hacer una confesión general, de la que data lo que él llama «su conversión».
A los doce años había llegado al más alto grado de contemplación. A los trece, el obispo San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se encontró con Luis, maravillándose de que en medio de la corte en que vivía, mostrase tanta sabiduría e inocencia, y le dio él mismo la primera comunión.
Fue muy puro y exigente consigo mismo
Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un historiador, «formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie». Pero para un alma tan piadosa como la de Luis, el único resultado de aquellos ejemplos funestos, fue el de acrecentar su celo por la virtud y la castidad.
A fin de librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina rigurosísima. En su celo por la santidad y la pureza, se dice que llegó a hacerse grandes exigencias como, por ejemplo, mantener baja la vista siempre que estaba en presencia de una mujer. Sea cierto o no, hay que cuidarse de no abusar de estos relatos para crear una falsa imagen de Luis o de lo que es la santidad. No es extraño que en los primeros años, después de una seria desición por Cristo, se cometan errores al quererse encaminar por la entrega total en una vida diferente a la que lleva el mundo. El mismo fundador de los Jesuitas explica que en sus primeros años cometió algunos excesos que después supo equilibrar y encausar mejor. Lo admirable es la disponibilidad de su corazón, dispuesto a todo para librarse del pecado y ser plenamente para Dios. Además, hay que saber que algunos vicios e impurezas requieren grandes penitencias. San Luis quiso, al principio, imitar los remedios que leía de los padres del desierto.
Algunos hagiógrafos nos pintan una vida del santo algo delicada que no corresponde a la realidad. Quizás, ante un mundo que tiene una falsa imagen de ser hombre, algunos no comprenden como un joven varonil pueda ser santo. La realidad es que se es verdaderamente hombre a la medida que se es santo. Sin duda a Luis le atraían las aventuras militares de las tropas entre las que vivió sus primeros años y la gloria que se le ofrecía en su familia, pero de muy joven comprendió que había un ideal mas grande y que requería mas valor y virtud.
San Luis Gonzaga San Luis Gonzaga Iglesia de Manresa, España
Fue en Montserrat donde se decidió la vocación de Luis.
Hacía poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia, cuando su padre los trasladó con su madre a la corte del duque de Mántua, quien acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis tenía once años y ocho meses. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos. Un campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les salvó.
Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le sirvió de pretexto para suspender sus apariciones en público y dedicar todo su tiempo a la plegaria y la lectura de la colección de «Vidas de los Santos» por Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada por trastornos digestivos tan frecuentes, que durante el resto de su vida tuvo dificultades en asimilar los diarios alimentos.
Otros libros que leyó en aquel período de reclusión son , Las cartas de Indias, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús a fin de trabajar por la conversión de los herejes y Compendio de la doctrina espiritual de fray Luis de Granada. Como primer paso en su futuro camino de misionero, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.
En Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas enteras en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en privado comenzó a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a la semana a pan y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se levantaba a mitad de la noche para rezar de rodillas sobre las losas desnudas de una habitación en la que no permitía que se encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo.
Fue inútil que su padre le combatiese en estos deseos. En la misma corte, Luis vivía como un religioso, sometiéndose a grandes penitencias. A pesar de que ya había recibido sus investiduras de manos del emperador, mantenía la firme intención de renunciar a sus derechos de sucesión sobre el marquesado de Castiglione en favor de su hermano.
Madrid
En 1581, se dio a Ferrante la comisión de escoltar a la emperatriz María de Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia acompañó a Ferrante y, al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó sus devociones.
Cumplía estrictamente con la hora diaria de meditación que se había prescrito, no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces varias horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección, extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione no parecía estar hecho de carne y hueso como los demás.
Resuelto a unirse a la Compañía de Jesús
El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas, de Madrid, oyó claramente una voz que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús.»
Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto ésta los participó a su esposo, este montó en cólera a tal extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se agregaba en la mente de Ferrante la sospecha de que la decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de dinero.
De todas maneras, Ferrante persistía en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, accedió de mala gana a dar consentimiento provisional. La temprana muerte del infante Don Diego vino entonces a librar a los hermanos Gonzaga de sus obligaciones cortesanas y, luego de una estancia de dos años en España, regresaron a Italia en julio de 1584.
Al llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el duque de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes eclesiásticos y laicos que recurrieron a las promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.
Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los derechos de sucesión a Rodolfo y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas.»
El Noviciado
Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma y, el 25 de noviembre de 1585, ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant’Andrea. Acababa, de cumplir los dieciocho años. Al tomar posesión de su pequeña celda, exclamó espontáneamente: «Este es mi descanso para siempre; aquí habitaré, pues así lo he deseado» (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades, sus ayunos, sus vigilias habían arruinado ya su salud hasta el extremo de que había estado a punto de perder la vida.
Sus maestros habían de vigilarlo estrechamente para impedir que se excediera en las mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: las alegrías espirituales que el amor de Dios y las bellezas de la religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron.
Seis semanas después murió Don Fernante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había transformado completamente su manera de vivir. El sacrificio de Luis había sido un rayo de luz para el anciano
No hay mucho más que decir sobre San Luis durante los dos años siguientes, fuera de que, en todo momento, dio pruebas de ser un novicio modelo. Al quedar bajo las reglas de la disciplina, estaba obligado a participar en los recreos, a comer más y a distraer su mente. Además, por motivo de su salud delicada, se le prohibió orar o meditar fuera de las horas fijadas para ello: Luis obedeció, pero tuvo que librar una recia lucha consigo mismo para resistir el impulso a fijar su mente en las cosas celestiales.
Por consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán para que completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué artificios se valió para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y oscuro, debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros.
Luis suplicaba que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán, en el curso de sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le llenó de júbilo y apartó aún más su corazón de las cosas de este mundo.
Durante esa época, con frecuencia en las aulas y en el claustro se le veía arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el recreo caía en éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de meditación favoritos del santo y, al considerarlos, parecía impotente para dominar la alegría desbordante que le embargaba.
Una epidemia
En 1591, atacó con violencia a la población de Roma una epidemia de fiebre. Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital en el que todos los miembros de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales.
Luis iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró cuidar de los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión.
Luis contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle y, cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.
Pensó que iba a morir y, con grandes manifestaciones de gozo (que más tarde lamentó por el escrúpulo de haber confundido la alegría con la impaciencia), recibió el viático y la unción. Contrariamente a todas las predicciones, se recuperó de aquella enfermedad, pero quedó afectado por una fiebre intermitente que, en tres meses, le redujo a un estado de gran debilidad.
Luis vio que su fin se acercaba y escribió a su madre: «Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias.» En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama.
En todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho, por la noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en su habitación y para orar, hincado en el estrecho espacio entre la cama y la pared. Con mucha humildad pero con tono ansioso, preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar por el purgatorio. San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa gracia.
En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el «Te Deum» como acción de gracias.
Algunas veces se le oía gritar las palabras del Salmo: «Me alegré porque me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!» (Salmo Cxxi – 1). En una de esas ocasiones, agregó: «¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!» Al octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo:
-¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos …! -¿A dónde, Luis? -¡Al Cielo! -¡Oigan a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a Frascati.
Al caer la tarde, se diagnóstico que el peligro de muerte no era inminente y se mandó a descansar a todos los que le velaban, con excepción de dos. A instancias de Luis, el padre Belarmino rezó las oraciones para la muerte, antes de retirarse. El enfermo quedó inmóvil en su lecho y sólo en ocasiones murmuraba: «En Tus manos, Señor. . .»
Entre las diez y las once de aquella noche se produjo un cambio en su estado y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses.
Los restos de San Luis Gonzaga se conservan actualmente bajo el altar de Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma.
Fue canonizado en 1726.
El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes. El Papa Pio XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
Fue ayer y el sacerdote lo explicó porque había más número en la capilla de lo habitual por ser fiesta laboral del Corpus..pero me gustó cuando dijo que no era fiesta religiosa pero sí fiesta de devoción..así es..devoción por comulgar y morir de amor al recibirle en santa Comunión +

