14 de junio de 1981

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El 14 de junio de 1981, domingo de la Santísima Trinidad, se iniciaron las denominadas «apariciones de El Escorial». Luz Amparo Cuevas fue la persona agraciada por esta revelación mariana en la finca de «Prado Nuevo» en El Escorial (Madrid). A esta fecha tan significativa, precedieron algunas manifestaciones previas del Señor y de la Virgen, desde noviembre de 1980.

Aquel día (14-6-1981), testimonia Luz Amparo que pudo contemplar a la Virgen de los Dolores sobre un fresno, que a partir de entonces se convierte en el centro de reunión de multitud de personas, a lo largo de los años, para orar con especial devoción, sobre todo la plegaria predilecta de María: el Rosario.

Nuestra Señora le pidió que se construyera allí una capilla en su honor para meditar la Pasión de su Hijo «que está completamente olvidada». Y añadió: «Si hacen lo que yo digo, habrá curaciones. Este agua curará (se refiere a la que mana de la fuente que allí se encuentra). Todo el que venga a rezar aquí diariamente el santo Rosario, será bendecido por mí. Muchos serán marcados con una cruz en la frente. Haced penitencia. Haced oración».

San Antonio

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San Antonio nació en Portugal, pero adquirió el apellido por el que lo conoce el mundo, de la ciudad italiana de Padua, donde murió y donde todavía se veneran sus reliquias.

León XIII lo llamó «el santo de todo el mundo», porque su imagen y devoción se encuentran por todas partes.

Llamado «Doctor Evangélico». Escribió sermones para todas las fiestas del año

«El gran peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree» -San Antonio

«Era poderoso en obras y en palabras. Su cuerpo habitaba esta tierra pero su alma vivía en el cielo» -un biógrafo de ese tiempo.

Patrón de mujeres estériles, pobres, viajeros, albañiles, panaderos y papeleros. Se le invoca por los objetos perdidos y para pedir un buen esposo/a. Es verdaderamente extraordinaria su intercesión.

Vino al mundo en el año 1195 y se llamó Fernando de Bulloes y Taveira de Azevedo, nombre que cambió por el de Antonio al ingresar en la orden de Frailes Menores, por la devoción al gran patriarca de los monjes y patrones titulares de la capilla en que recibió el hábito franciscano. Sus padres, jóvenes miembros de la nobleza de Portugal, dejaron que los clérigos de la Catedral de Lisboa se encargaran de impartir los primeros conocimientos al niño, pero cuando éste llegó a la edad de quince años, fue puesto al cuidado de los canónigos regulares de San Agustín, que tenían su casa cerca de la ciudad. Dos años después, obtuvo permiso para ser trasladado al priorato de Coimbra, por entonces capital de Portugal, a fin de evitar las distracciones que le causaban las constantes visitas de sus amistades.

No le faltaron las pruebas. En la juventud fue atacado duramente por las pasiones sensuales. Pero no se dejó vencer y con la ayuda de Dios las dominó. El se fortalecía visitando al Stmo. Sacramento. Además desde niño se había consagrado a la Stma. Virgen y a Ella encomendaba su pureza.

Una vez en Coimbra, se dedicó por entero a la plegaria y el estudio; gracias a su extraordinaria memoria retentiva, llegó a adquirir, en poco tiempo, los más amplios conocimientos sobre la Biblia. En el año de 1220, el rey Don Pedro de Portugal regresó de una expedición a Marruecos y trajo consigo las reliquias de los santos frailes-franciscanos que, poco tiempo antes habían obtenido allá un glorioso martirio. Fernando que por entonces había pasado ocho años en Coimbra, se sintió profundamente conmovido a la vista de aquellas reliquias y nació en lo íntimo de su corazón el anhelo de dar la vida por Cristo.

Poco después, algunos frailes franciscanos llegaron a hospedarse en el convento de la Santa Cruz, donde estaba Fernando; éste les abrió su corazón y fue tan empeñosa su insistencia, que a principio de 1221, se le admitió en la orden. Casi inmediatamente después, se le autorizó para embarcar hacia Marruecos a fin de predicar el Evangelio a los moros. Pero no bien llegó a aquellas tierras donde pensaba conquistar la gloria, cuando fue atacado por una grave enfermedad (hidropesía),que le dejó postrado e incapacitado durante varios meses y, a fin de cuentas, fue necesario devolverlo a Europa. La nave en que se embarcó, empujada por fuertes vientos, se desvió y fue a parar en Messina, la capital de Sicilia. Con grandes penalidades, viajó desde la isla a la ciudad de Asís donde, según le habían informado sus hermanos en Sicilia, iba a llevarse a cabo un capítulo general. Aquella fue la gran asamblea de 1221, el último de los capítulos que admitió la participación de todos los miembros de la orden; estuvo presidido por el hermano Elías como vicario general y San Francisco, sentado a sus pies, estaba presente. Indudablemente que aquella reunión impresionó hondamente al joven fraile portugués. Tras la clausura, los hermanos regresaron a los puestos que se les habían señalado, y Antonio fue a hacerse cargo de la solitaria ermita de San Paolo, cerca de Forli. Hasta ahora se discute el punto de si, por aquel entonces, Antonio era o no sacerdote; pero lo cierto es que nadie ha puesto en tela de juicio los extraordinarios dones intelectuales y espirituales del joven y enfermizo fraile que nunca hablaba de sí mismo. Cuando no se le veía entregado a la oración en la capilla o en la cueva donde vivía, estaba al servicio de los otros frailes, ocupado sobre todo en la limpieza de los platos y cacharros, después del almuerzo comunal.

Mas no estaban destinadas a permanecer ocultas las claras luces de su intelecto. Sucedió que al celebrarse una ordenación en Forli, los candidatos franciscanos y dominicos se reunieron en el convento de los Frailes Menores de aquella ciudad. Seguramente a causa de algún malentendido, ninguno de los dominicos había acudido ya preparado a pronunciar la acostumbrada alocución durante la ceremonia y, como ninguno de los franciscanos se sentía capaz de llenar la brecha, se ordenó a San Antonio, ahí presente, que fuese a hablar y que dijese lo que el Espíritu Santo le inspirara. El joven obedeció sin chistar y, desde que abrió la boca hasta que terminó su improvisado discurso, todos los presentes le escucharon como arrobados, embargados por la emoción y por el asombro, a causa de la elocuencia, el fervor y la sabiduría de que hizo gala el orador. En cuanto el ministro provincial tuvo noticias sobre los talentos desplegados por el joven fraile portugués, lo mandó llamar a su solitaria ermita y lo envió a predicar a varias partes de la Romagna, una región que, por entonces, abarcaba toda la Lombardía. En un momento, Antonio pasó de la oscuridad a la luz de la fama y obtuvo, sobre todo, resonantes éxitos en la conversión de los herejes, que abundaban en el norte de Italia, y que, en muchos casos, eran hombres de cierta posición y educación, a los que se podía llegar con argumentos razonables y ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras.

En una ocasión, cuando los herejes de Rímini le impedían al pueblo acudir a sus sermones, San Antonio se fue a la orilla del mar y empezó a gritar: «Oigan la palabra de Dios, Uds. los pececillos del mar, ya que los pecadores de la tierra no la quieren escuchar». A su llamado acudieron miles y miles de peces que sacudían la cabeza en señal de aprobación. Aquel milagro se conoció y conmovió a la ciudad, por lo que los herejes tuvieron que ceder.

A pesar de estar muy enfermo de hidropesía, San Antonio predicaba los 40 días de cuaresma. La gente presionaba para tocarlo y le arrancaban pedazos del hábito, hasta el punto que hacía falta designar un grupo de hombres para protegerlo después de los sermones.

Además de la misión de predicador, se le dio el cargo de lector en teología entre sus hermanos. Aquella fue la primera vez que un miembro de la Orden Franciscana cumplía con aquella función. En una carta que, por lo general, se considera como perteneciente a San Francisco, se confirma este nombramiento con las siguientes palabras: «Al muy amado hermano Antonio, el hermano Francisco le saluda en Jesucristo. Me complace en extremo que seas tú el que lea la sagrada teología a los frailes, siempre que esos estudios no afecten al santo espíritu de plegaria y devoción que está de acuerdo con nuestra regla». Sin embargo, se advirtió cada vez con mayor claridad que, la verdadera misión del hermano Antonio estaba en el púlpito. Por cierto que poseía todas las cualidades del predicador: ciencia, elocuencia, un gran poder de persuasión, un ardiente celo por el bien de las almas y una voz sonora y bien timbrada que llegaba muy lejos. Por otra parte, se afirmaba que estaba dotado con el poder de obrar milagros y, a pesar de que era de corta estatura y con cierta inclinación a la corpulencia, poseía una personalidad extraordinariamente atractiva, casi magnética. A veces, bastaba su presencia para que los pecadores cayesen de rodillas a sus pies; parecía que de su persona irradiaba la santidad. A donde quiera que iba, las gentes le seguían en tropel para escucharle, y con eso había para que los criminales empedernidos, los indiferentes y los herejes, pidiesen confesión. Las gentes cerraban sus tiendas, oficinas y talleres para asistir a sus sermones; muchas veces sucedió que algunas mujeres salieron antes del alba o permanecieron toda la noche en la iglesia, para conseguir un lugar cerca del púlpito. Con frecuencia, las iglesias eran insuficiente para contener a los enormes auditorios y, para que nadie dejara de oírle, a menudo predicaba en las plazas públicas y en los mercados. Poco después de la muerte de San Francisco, el hermano Antonio fue llamado, probablemente con la intención de nombrarle ministro provincial de la Emilia o la Romagna. En relación con la actitud que asumió el santo en las disensiones que surgieron en el seno de la orden, los historiadores modernos no dan crédito a la leyenda de que fue Antonio quien encabezó el movimiento de oposición al hermano Elías y a cualquier desviación de la regla original; esos historiadores señalan que el propio puesto de lector en teología, creado para él, era ya una innovación. Más bien parece que, en aquella ocasión, el santo actuó como un enviado del capítulo general de 1226 ante el Papa, Gregorio IX, para exponerle las cuestiones que hubiesen surgido, a fin de que el Pontífice manifestara su decisión. En aquella oportunidad, Antonio obtuvo del Papa la autorización para dejar su puesto de lector y dedicarse exclusivamente a la predicación. El Pontífice tenía una elevada opinión sobre el hermano Antonio, a quien cierta vez llamó «el Arca de los Testamentos», por los extraordinarios conocimientos que tenía de las Sagradas Escrituras.

Desde aquel momento, el lugar de residencia de San Antonio fue Padua, una ciudad donde anteriormente había trabajado, donde todos le amaban y veneraban y donde, en mayor grado que en cualquier otra parte, tuvo el privilegio de ver los abundantísimos frutos de su ministerio. Porque no solamente escuchaban sus sermones multitudes enormes, sino que éstos obtuvieron una muy amplia y general reforma de conducta. Las ancestrales disputas familiares se arreglaron definitivamente, los prisioneros quedaron en libertad y muchos de los que habían obtenido ganancias ilícitas las restituyeron, a veces en público, dejando títulos y dineros a los pies de San Antonio, para que éste los devolviera a sus legítimos dueños. Para beneficio de los pobres, denunció y combatió el muy ampliamente practicado vicio de la usura y luchó para que las autoridades aprobasen la ley que eximía de la pena de prisión a los deudores que se manifestasen dispuestos a desprenderse de sus posesiones para pagar a sus acreedores. Se dice que también se enfrentó abiertamente con el violento duque Eccelino para exigirle que dejase en libertad a ciertos ciudadanos de Verona que el duque había encarcelado. A pesar de que no consiguió realizar sus propósitos en favor de los presos, su actitud nos demuestra el respeto y la veneración de que gozaba, ya que se afirma que el duque le escuchó con paciencia y se le permitió partir, sin que nadie le molestara.

Después de predicar una serie de sermones durante la primavera de 1231, la salud de San Antonio comenzó a ceder y se retiró a descansar, con otros dos frailes, a los bosques de Camposampiero. Bien pronto se dio cuenta de que sus días estaban contados y entonces pidió que le llevasen a Padua. No llegó vivo más que a los aledaños de la ciudad. El 13 de junio de 1231, en la habitación particular del capellán de las Clarisas Pobres de Arcella recibió los últimos sacramentos. Entonó un canto a la Stma. Virgen y sonriendo dijo: «Veo venir a Nuestro Señor» y murió. Era el 13 de junio de 1231. La gente recorría las calles diciendo: «¡Ha muerto un santo! ¡Ha muerto un santo!.Al morir tenía tan sólo treinta y cinco años de edad. Durante sus funerales se produjeron extraordinarias demostraciones de la honda veneración que se le tenía. Los paduanos han considerado siempre sus reliquias como el tesoro más preciado.

San Antonio fue canonizado antes de que hubiese transcurrido un año de su muerte; en esa ocasión, el Papa Gregorio IX pronunció la antífona «O doctor optime» en su honor y, de esta manera, se anticipó en siete siglos a la fecha del año 1946, cuando el Papa Pío XII declaró a San Antonio «Doctor de la Iglesia».

Se le llama el «Milagroso San Antonio» por ser interminable lista de favores y beneficios que ha obtenido del cielo para sus devotos, desde el momento de su muerte. Uno de los milagros mas famosos de su vida es el de la mula: Quiso uno retarle a San Antonio a que probase con un milagro que Jesús está en la Santa Hostia. El hombre dejó a su mula tres días sin comer, y luego cuando la trajo a la puerta del templo le presentó un bulto de pasto fresco y al otro lado a San Antonio con una Santa Hostia. La mula dejó el pasto y se fue ante la Santa Hostia y se arrodilló.

Iconografía: Por regla general, a partir del siglo XVII, se ha representado a San Antonio con el Niño Jesús en los brazos; ello se debe a un suceso que tuvo mucha difusión y que ocurrió cuando San Antonio estaba de visita en la casa de un amigo. En un momento dado, éste se asomó por la ventana y vio al santo que contemplaba, arrobado, a un niño hermosísimo y resplandeciente que sostenía en sus brazos. En las representaciones anteriores al siglo XVII aparece San Antonio sin otro distintivo que un libro, símbolo de su sabiduría respecto a las Sagradas Escrituras. En ocasiones se le representó con un lirio en las manos y también junto a una mula que, según la leyenda, se arrodilló ante el Santísimo Sacramento que mostraba el santo; la actitud de la mula fue el motivo para que su dueño, un campesino escéptico, creyese en la presencia real.

San Antonio es el patrón de los pobres y, ciertas limosnas especiales que se dan para obtener su intercesión, se llama «pan de San Antonio»; esta tradición comenzó a practicarse en 1890. No hay ninguna explicación satisfactoria sobre el motivo por el que se le invoca para encontrar los objetos perdidos, pero es muy posible que esa devoción esté relacionada con un suceso que se relata entre los milagros, en la «Chronica XXIV Generalium» (No. 21): un novicio huyó del convento y se llevó un valioso salterio que utilizaba San Antonio; el santo oró para que fuese recuperado su libro y, al instante, el novicio fugitivo se vio ante una aparición terrible y amenazante que lo obligó a regresar al convento y devolver el libro.

En Padua hay una magnífica basílica donde se veneran sus restos mortales.

San Juan de Sahagún

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San Juan de Sahagún
Predicador

Sahagún es una cuidad de España, y allá nació nuestro santo en el año 1430.
Sus padres no tenían hijos y dispusieron hacer una novena de ayunos,
oraciones y limosnas en honor de la Santísima Virgen y obtuvieron el
nacimiento de este que iba a ser su honor y alegría.

Educado con los monjes benedictinos, demostró muy buena inclinación
hacia el sacerdocio y el señor obispo lo hizo seguir los estudios
sacerdotales y después de ordenado sacerdote lo nombró secretario y
canónigo de la catedral. Pero estos cargos honoríficos no le
agradaban, y pidió entonces ser nombrado para una pobre parroquia de
arrabal.

Después de varios años de sacerdocio, sintió el deseo de
especializarse en teología y se matriculó como un estudiante ordinario
en la Universidad de Salamanca. Allí estuvo cuatro años hasta
completar todos sus estudios teológicos. Al principio era bastante
desconocido pero un día fue invitado a hacer el sermón en honor de San
Sebastián, patrono de uno de los colegios, y su predicación agradó
tanto que empezó a ser muy popular entre la gente de la ciudad.

Y sucedió que le sobrevino una gravísima enfermedad con serio peligro
de muerte y no había más remedio que hacerle una difícil operación
quirúrgica (y con los métodos tan primarios de ese tiempo). Fue
entonces cuando prometió a Dios que si le devolvía la salud mejoraría
totalmente sus comportamientos y entraría de religioso. Dios le
concedió la salud y Juan entró de religioso agustino.

En el noviciado lo pusieron a lavar platos y barrer corredores y
desyerbar campos, y siendo todo un doctor, lo hacía todo con gran
humildad y total esmero. Después lo pusieron a servir el vino a la
comunidad, y todavía se conserva la vasija con la cual hizo el milagro
de que con un poco de vino sirvió a muchos comensales y le sobró vino.
En cumplimiento de sus deberes, en penitencias, en obediencia y en
humildad, no le ganaba ninguno de los otros religiosos.

El convento de los padres Agustinos en Salamanca tenía fama de gran
santidad, pero desde que Juan de Sahagún llegó allí, esa buena fama
creció enormemente. Era un predicador muy elocuente y sus sermones
empezaron a transformar a las gentes. En la ciudad había dos partidos
que se atacaban sin misericordia y el santo trabajó incansablemente
hasta que logró que los cabecillas de los partidos se amistaran y
firmaran un pacto de paz, y se acabaron la violencia y los insultos.

Los biógrafos dicen que Fray Juan era un hombre de una gran amabilidad
con todos, devotísimo del Santísimo Sacramento y muy amigo de dedicar
largos ratos a la oración. Las gentes cuando lo veían rezar decían:
«parece un ángel». El estudio que más le agradaba era el de la Sagrada
Biblia, para lograr comprender y amar más la palabra de Dios. A veces
gastaba todo el día visitando enfermos, tratando de poner paz en
familias desunidas y ayudando a gentes pobres y hasta se olvidaba de
ir a comer.

Algunos lo criticaban porque en la confesión era muy rígido con los
que no querían enmendarse y se confesaban sólo para comulgar, sin
tener propósito de volverse mejores. Pero su rigidez transformó a
muchos que estaban como adormilados en sus vicios y malas costumbres.
Confesarse con él era empezar a enmendarse.

Otro defecto que le criticaban sus superiores era que tardaba mucho
tiempo en celebrar la Santa Misa. Pero para ello había una
explicación: y es que nuestro santo veía a Jesucristo en la Sagrada
Eucaristía y al verlo se quedaba como en éxtasis y ya no era capaz por
mucho rato de proseguir la celebración. Pero las gentes gustaban de
asistir a sus misas porque les parecían más fervorosas que las de
otros sacerdotes.

San Juan de Sahagún predicaba muy fuerte contra los ricos que explotan
a los pobres. Y una vez un rico, amargado por estas predicaciones,
pagó a dos delincuentes para que atalayaran al santo y le dieran una
paliza. Pero cuando llegaron junto a él sintieron tan grande terror
que no fueron capaces de mover las manos. Luego confesaron muy
arrepentidos que los había invadido un temor reverencial y que no
habían sido capaces de golpearlo.

En un pueblo habló muy fuerte contra los terratenientes que no pagaban
lo debido a los campesinos y desde entonces aquellos ricachones no le
permitieron volver a predicar en ese pueblo.

Sus preferidos eran los huérfanos, los enfermos, los más pobres y los
ancianos. Para ellos recogía limosnas y buscaba albergues o asilos. A
las muchachas en peligro les conseguía familias dignas que les dieran
sanas ocupaciones y las protegieran.

Hizo frecuentes milagros, y obtuvo con sus oraciones que a Salamanca
la librara Dios, durante la vida del santo, de la peste del tifo
negro, que azotaba a otras regiones cercanas. Un joven se cayó a un
hondo pozo. Fray Juan le alargó su correa y, sin saber cómo, salió el
joven desde el abismo, prendido de la tal correa. La gente se puso a
gritar «¡Milagro! ¡Milagro!», pero él se escondió para no recibir
felicitaciones.

Salamanca sufría un terrible verano. El les anunció que con su muerte
llegarían lluvias abundantes. Y así sucedió: apenas murió, enseguida
llegaron muy copiosas y provechosas lluvias.

Y sucedió que un hombre que tenía una amistad de adulterio con una
mala mujer, al escuchar los sermones de Fray Juan, se apartó
totalmente de tan dañosa amistad. Entonces aquella pérfida y malvada
exclamó: «Ya verá el tal predicador que no termina con vida este año».
Y mandó echar un veneno en un alimento que el santo iba a tomar. Desde
entonces Fray Juan empezó a enflaquecerse y a secarse, y en aquel
mismo año de 1479, el santo predicador murió de sólo 49 años.

A su muerte, dejaba la ciudad de Salamanca completamente transformada,
y la vida espiritual de sus oyentes renovada de manera admirable.

Que Dios nos mande muchos valientes predicadores como San Juan de Sahagún.

Dijo Jesús: El que pierda su vida por mi en este mundo, la salvará
para la vida eterna (Jn. 12, 25).

San Onofre de Egipto

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Este santo muy honrado en la actualidad por los cristianos coptos. Se cree fue hijo de un rey egipcio o abisinio y que vivió en el siglo IV. El demonio instiga a su padre para que lo pase por el fuego como prueba de si era hijo bastardo. Onofre sale ileso. Fue criado en un convento de la tebaida egipcia ( monjes que vivían en el desierto). Al crecer se aparta de él y vive como ermitaño. La leyenda cuenta que una columna de fuego lo acompañó hasta la ermita. Se alimenta con dátiles y agua. Se viste con sus propios cabellos. Un ángel le llevaba pan y los domingos la Eucaristía. Vivió de esta forma por 60 años. La leyenda agrega que al morir los ángeles le rindieron honores.