«Enseñad a amar a la Iglesia, tal como es, en esta gran riqueza que encierra ella. Por eso, Jesús quiere que a su Madre se la ponga en un lugar más alto que la tienen los hombres. A medida, hijos míos, que améis a la Iglesia, amáis a Cristo, porque Cristo dio su vida por la Iglesia y se la entregó a la Iglesia. La Iglesia es rica, hija mía, por ese banquete en que el mismo Verbo se da a los hombres. Da su Cuerpo y su Sangre para la salvación del mundo, y día a día se lo recuerda a los hombres en el Santo Sacrificio de la Misa: que dio su vida por todos ellos y la sigue dando para la salvación de la Humanidad. En ese Santo Sacrificio, como te he enseñado, hija mía, se renueva el Sacrificio del Calvario. Yo, hija mía, como Madre de la Iglesia, te he enseñado a amarla tal como es. Te he enseñado que mi Hijo me dejó en la Tierra para dar testimonio de ella. Que los hombres no me escondan, que me saquen a la luz, que por mí vino la Luz al mundo, y con Jesús vendré para la salvación del mundo. Hablad el Evangelio, hijos míos, tal y como está escrito; ésa es la palabra de Dios. Que no desfiguren el Evangelio ni la Iglesia. Y el que tenga oídos que oiga y que se aplique estas palabras tan importantes». (La Virgen, en Prado Nuevo el 5 de diciembre de 1987)
En el Credo afirmamos ya creer en una sola Iglesia, santa, católica y apostólica, y por tanto debemos amarla de todo corazón, pues como Esposa de Cristo, es la única que bajo sus auspicios podemos alcanzar la salvación eterna. Pero no solo de palabra hemos de amarla, sino con el testiomnio de nuestra vida, cumpliendo sus mandatos religiosamente y defendiéndola ante los hombres con nuestra conducta y coherencia de vida.