La señal del cristiano es la santa Cruz. Las lecturas bíblicas de este domingo (Flp 2,5-11; Jn 3,13-17) nos revelan la grandeza de la cruz de Cristo en el día en que la Iglesia celebra su Exaltación. El himno de Pablo en la carta a los Filipenses convierte la realidad histórica de la Pasión en un canto excepcional que nos permite comprender y asumir que Jesús es el Dios que no hizo alarde de su categoría divina, sino que, despojándose de su rango, se anonadó, se convirtió en la nada del mundo y se hizo siervo de todos hasta la entrega de su vida en la muerte, y además, en una muerte de cruz (cfr. Flp 2, 5-11). Este Hombre, Jesús, es el Señor y el Hijo de Dios. En él y por medio de él, Dios se hace presente de forma paradójica en los últimos de la historia, en los ninguneados de la vida, en los que no cuentan, en todos los crucificados, especialmente como víctimas de las injusticias, corrupciones, desidias e insidias humanas.
En el evangelio de Juan resuena el sentido salvífico de la cruz de Cristo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo para que todo el que crea en él tenga vida eterna». Concentrar la mirada y la atención en el Jesús de la Cruz es encontrarnos con el Dios del amor, absolutamente libre y gratuito, que abre al ser humano la posibilidad de la regeneración total de la vida. El evangelista lo dice con su doble lenguaje típico: «El Hijo del Hombre tiene que ser levantado en alto para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). Ser levantado en alto es una imagen que traduce un único verbo griego que evoca las dos facetas del misterio pascual: El crucificado y el resucitado. Creer en el crucificado y seguirlo es empezar una vida tan cualitativamente distinta y nueva que es eterna y exalta la grandeza humana partiendo del amor que llevó a Jesús a su pasión. Mirar a Jesús para encontrar la salvación es mirar al que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos, al que perdonó a los pecadores y buscó a los descarriados, al que proclamó el Reino de Dios para los pobres, al que desenmascaró la hipocresía de los poderosos. Fueron éstos quienes lo mataron, sin razón alguna y sin causa. Pero en la muerte injusta de Jesús, tal como él la afrontó y vivió hay mucho más que un asesinato. En este tipo de muerte se ha consumado el amor más grande de la historia humana, el que consiste en dar la vida por los demás, por los amigos y por los enemigos, por los justos y los injustos, por los pobres y por los pecadores. La cruz es la hora de la gloria y de la vida a través de la muerte. Se ha consumado un amor sin límites, un amor a fondo perdido, un amor que todo lo perdona, que todo lo espera, que todo lo aguanta, que todo lo cree. Es el amor que no pasa nunca y es eterno. Es el amor de quien nos amó hasta el fin y en ese amor inmenso, misericordioso y bueno está Dios que nos trae la salvación. La elevación en la cruz experimentada por Jesús es la máxima expresión del Amor. Por medio de Cristo y en virtud de su amor, los que creemos en él estamos llamados a transformar los múltiples rostros de la miseria en ámbitos de misericordia y de justicia, de perdón y de libertad, que levanten a la humanidad sometida en nuestra tierra encadenada. Esos rostros son en su mayoría los de los empobrecidos, los marginados, los oprimidos y los explotados por la estructura económica mundial y por las ideologías que la sustentan. Al mirar a Cristo crucificado, el que en Jerusalén fue levantado en alto por los hombres y fue exaltado por Dios, encontramos la verdad del amor desvelada por Dios al mundo para que tengamos vida.
La santa Cruz es el signo por el que los cristianos nos identificamos con Cristo, el cual murió en ella para nuestra salvación. Te adoramos Cristo y te bendecimos. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.