Señor Mío

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Dios mío; yo creo, confío en ti y te adoro.

Así repetía el sacerdote dominicano al consagrar y elevar el cuerpo y la sangre de Cristo.

Me quedaron grabadas a fuego estas palabras porque las escuchaba en las misas de Argentina, que extraño.

Vida de Santa Melania la joven

Melania fue una dama patricia casada con Valerio Máximo, quien probablemente fue prefecto de Roma en el año de 362. A la edad de veintidós años quedó viuda y, luego de dejar a su hijo Publicóla al cuidado de tutores, se trasladó a Palestina, donde construyó un monasterio, en Jerusalén, con cincuenta doncellas consagradas al servicio de Dios. Ahí mismo se estableció la noble dama y se entregó a la austeridad, la plegaria y las buenas obras. Mientras tanto, su hijo Publicóla llegó a ocupar un puesto en el senado romano y se casó con Albina, una cristiana, hija del sacerdote pagano Albino. La hija de aquel matrimonio fue Santa Melania la Joven, criada y educada en el cristianismo por su madre, en la lujosa residencia del senador Publicóla, cristiano también, pero demasiado ambicioso para preocuparse por su fe.

Con la idea de llegar a tener un heredero varón de su gran fortuna y el aristocrático nombre de su familia, Publicóla prometió en matrimonio a su hija a Valerio Piniano, un pariente suyo, hijo del prefecto Valerio Severo. Pero la joven Melania deseaba conservar su virginidad para consagrarse por entero a Dios. Tan pronto como sus padres conocieron las intenciones de la jovencita, se opusieron rotundamente a permitir que las realizara y, para quitarle semejantes ideas de la cabeza, apresuraron su matrimonio. En el año de 397, cuando Melania acababa de cumplir catorce años, se casó con Piniano que tenía diecisiete. Nada tiene de extraño que la joven, casada contra su voluntad y disgustada por el ambiente licencioso y sensual que reinaba en torno suyo, suplicase a su marido que llevasen una vida de absoluta continencia. Pero Piniano no aceptó la proposición y, a su debido tiempo, vino al mundo su primer hijo, una niña que murió después de un año de nacida. Las inclinaciones de Melania no habían cambiado y reiteró sus peticiones para que la dejasen en libertad, pero su padre tomó medidas para impedirle que frecuentase a las gentes de reconocidas tendencias religiosas que podían alentarla a distanciarse de la vida de lujo y de sociedad que él deseaba para su hija. En la víspera de la fiesta de San Lorenzo del año 399, el senador prohibió a su hija que velase en la basílica, puesto que estaba de nuevo embarazada, pero no por eso dejó la joven de permanecer toda la noche en oración, arrodillada en su habitación. Por la mañana asistió a la misa en la iglesia de San Lorenzo y, al regresar a su casa, tuvo un grave trastorno y, con grandes dificultades y riesgo de la vida, dio a luz prematuramente a un niño, el que murió al día siguiente. Melania estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte, y su esposo Piniano, que la amaba sinceramente, hizo el juramento de que, si se llegaba a salvarse su mujer, la dejaría en absoluta libertad para servir a Dios como quisiera. Poco después, Melania recuperó la salud y su marido cumplió el juramento, pero Publicóla mantuvo su decidida oposición y, durante otros cinco años, Melania tuvo que conformarse con llevar exteriormente la misma existencia que tanto le disgustaba. Pero entonces atacó a Publicóla una enfermedad mortal y, antes de entrar en agonía, heredó a su hija todos sus bienes y le pidió perdón porque, “temeroso de verme entregado al ridículo de las malas lenguas, te ofendí al oponerme a tu celestial vocación.”

Albina, la madre de Melania, y Piniano, su marido, no sólo aceptaron la nueva vida de la joven, sino que ellos mismos la adoptaron. Los tres abandonaron Roma para radicarse en una casa de campo, lejos de la ciudad. Piniano no estaba plenamente convertido y, durante largo tiempo, insistió en vestir los ricos ropajes que acostumbraba portar en Roma. El biógrafo de la santa nos ha dejado un relato conmovedor sobre los métodos que empleó su esposa para convencerlo a que renunciara a los lujos para adoptar una existencia más modesta y lograr, por fin, que usara las ropas pobres, confeccionadas por ella misma. La familia se había llevado consigo a numerosos esclavos, a quienes dispensaba un tratamiento ejemplar y, en corto tiempo, muchas jovencitas, viudas y más de treinta familias se establecieron en torno a la casa de campo de Melania y formaron una población. La villa llegó a ser un centro de hospitalidad, de caridad y de vida religiosa. Melania era fabulosamente rica (los terrenos pertenecientes a la familia Valeria se hallaban en todos los puntos del Imperio Romano) y se sentía oprimida por la cantidad de sus bienes terrenales. Sabía que la abundancia de posesiones pertenecía a los vecinos pobres, hambrientos y desnudos; estaba cierta de que, como dijo San Ambrosio, “el rico que da al pobre no hace una limosna, pero sí paga una deuda.” Por consiguiente, solicitó y obtuvo el consentimiento de Piniano a fin de vender algunas de sus propiedades y distribuir el dinero entre los necesitados. Inmediatamente, los parientes, que siempre los habían creído fuera de sus cabales, trataron de aprovecharse de aquella última locura. Por ejemplo, Severo, el hermano de Piniano, sobornó por algunas monedas a los colonos y esclavos que habitaban en uno de los terrenos de Piniano para que, en el momento de ser vendidas las tierras, se rebelasen y no reconociesen a otro amo que al propio Severo. Fueron tantas las dificultades que se opusieron a los intentos de Piniano, que hubo necesidad de hacer una apelación al emperador Honorio para poner las cosas en su lugar. Santa Melania, sencillamente vestida con una túnica de lana y cubierta la cabeza con un velo, se presentó ante Serena, la suegra del emperador, a la que impresionó tan profundamente por su porte y sus palabras, que intercedió ante Honorio para que la venta de aquellas tierras quedara bajo la vigilancia y la protección del Estado. De esta manera, los procedimientos fueron rectos y la distribución estrictamente justa: los pobres, los enfermos, los cautivos, los desposeídos, los peregrinos, las iglesias y los monasterios, recibieron ayuda y dotes en todo el imperio.

En el año de 406, Melania con su esposo y algunas personas más pasaron una temporada con San Paulino en la ciudad de Ñola, en la Campania. El santo deseaba conservar a Melania y a su esposo como “huéspedes perpetuos.” A ella la llamaba “bendita pequeña” y también “alegría del cielo.” Pero la pareja se obstinó en regresar a su villa cercana a Roma, en momentos tan inoportunos que, a poco de llegar, tuvieron que abandonarla más que de prisa, debido a la amenaza de invasión de los godos. Se refugiaron en otra casa de campo, propiedad de Melania, en Mesina. Ahí vivió con ellos el anciano Rufino. Pero, antes de dos años, los godos llegaron a Calabria, e incendiaron la ciudad de Reggio. Entonces, Melania y su esposo optaron por retirarse a Cartago. Se proponían hacer de paso una visita a San Paulino para consolarle en sus tribulaciones a causa de la invasión, pero una tormenta desvió la ruta del navío que fue a dar a una isla, probablemente la de Lipari, donde los piratas eran amos y señores. A fin de salvar de la prisión y de la muerte a sus gentes y a los tripulantes del barco, Santa Melania pagó a los filibusteros una buena suma en monedas de oro por el rescate. Después de aquellas aventuras, los esposos se instalaron en la ciudad de Tagaste, en Numidia. Tanto Melania como su esposo causaron una benéfica impresión entre el pueblo y tanto fue así que, cuando Piniano visitó a San Agustín en Hipona (el santo los llamo “verdaderas luces de la Iglesia”), se produjo un tumulto en un templo, porque las gentes querían que Piniano se ordenase sacerdote para que ejerciera entre ellas su ministerio y pensaban que el obispo de Tagaste, San Alipio, se lo impedía. No se restableció el orden hasta que Piniano prometió al pueblo que, si alguna vez se le ordenaba sacerdote, sólo ejercería su ministerio en Hipona. Mientras se hallaba en África, Santa Melania fundó y dotó dos nuevos monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. En ellos recibió, sobre todo, a los que habían sido sus esclavos. La propia Melania vivía en el convento de las mujeres y sobresalía entre todas por sus austeridades, puesto que sólo se alimentaba frugalmente cada tercer día. La santa se ocupaba principalmente de copiar libros en griego y en latín y, quinientos años más tarde, todavía circulaban algunos manuscritos que se atribuían a la santa.

En el año de 417, en compañía de su madre y de su esposo, partió Melania del África hacia Jerusalén y se hospedó en la posada para peregrinos, vecina al Santo Sepulcro. Desde ahí emprendió una expedición con Piniano para visitar a los monjes del desierto de Egipto. Al regreso, fortalecidos por el ejemplo de aquellos anacoretas, Melania decidió aislarse en las afueras de Jerusalén, entregada a la contemplación y la oración. Hasta ahí fue a visitarla su prima Paula, sobrina de Santa Eustoquio. Fue Paula quien presentó a Melania el maravilloso grupo de almas escogidas reunido por San Jerónimo en Belén y fue recibida con beneplácito. Se cuenta que, la primera vez que Melania se encontró con San Jerónimo, “se acercó a él con su acostumbrado porte humilde y respetuoso, se arrodilló a sus pies y le pidió su bendición.”

A los catorce años de residir en Palestina, murió Albina y, al año siguiente, Piniano la siguió a la tumba. Melania sepultó a su esposo al lado de su madre en el Monte de los Olivos y se construyó una celda cerca de las tumbas de sus fieles compañeros. La celda fue el núcleo de un amplio convento de vírgenes consagradas que presidió Santa Melania. La santa se mostró siempre muy solícita por el bienestar y la salud de su congregación (en el convento había un baño que fue un donativo de un ex prefecto del palacio imperial) y las reglas que estableció fueron notables por su benignidad.. Cuatro años después de la muerte de Piniano, Santa Melania tuvo noticias de un tío materno suyo, llamado Volusiano, que aún era pagano y que se encontraba en Constantinopla al frente de una embajada. La santa decidió hacer personalmente el intento de convertir a su tío, que ya era un anciano y, con ese propósito, emprendió el viaje con su capellán (y su biógrafo) Geroncio, y tras una larga y penosa jornada, llegó a Constantinopla a tiempo para propiciar y atestiguar la conversión de Volusiano, que murió en sus brazos al día siguiente de haber recibido el bautismo. Se dice que el entusiasmo de Melania por lograr la conversión del anciano era tan vehemente que, al verlo dudar, le advirtió que apelaría al emperador Teodosio para que interviniese en el asunto. Pero Volusiano le respondió con gran cordura y moderó los ímpetus de su sobrina con estas palabras: “No debes forzar la buena y libre voluntad que Dios me ha dado. Estoy pronto y ansioso de limpiar las innumerables manchas de mi alma, pero si llegase a hacerlo por mandato del emperador, lo tendría siempre por un acto obligatorio, sin el mérito de la elección voluntaria.”

En la víspera de la Navidad del año 439, Santa Melania estaba en Belén y, tras la Misa del Alba, le anunció a Paula que su muerte estaba próxima. El día de San Esteban, asistió a la misa en su basílica y, después, leyó con las hermanas del convento el relato sobre el martirio de Esteban que figura en el Nuevo Testamento. Al término de la lectura, las hermanas la rodearon para desearle toda clase de bienes y de felicidades. “Lo mismo deseo para todas vosotras”, repuso la santa. “Pero ya no volveréis a escucharme leer esta lección.” Aquel mismo día, hizo una visita de despedida a los monjes y, a su regreso, ya se encontraba muy enferma. Reunió a todas las hermanas y les pidió que orasen por ella, “porque ya voy hacia el Señor.” Habló brevemente para decirles que, si alguna vez había usado palabras severas, sólo lo había hecho por amor a ellas y concluyó diciendo: “Bien sabe Dios que yo no valgo nada y yo misma no me atrevo a compararme con ninguna buena mujer, ni aun de las que ahora viven en la tierra. Sin embargo, creo que el enemigo no podrá acusarme en el Juicio Final, de haberme ido a dormir un solo día con rencor en mi corazón. El domingo siguiente por la mañana temprano, cuando el sacerdote celebraba la misa, su voz se entrecortaba por el llanto y las palabras rituales le salían mezcladas con los sollozos. Desde su sitio en la nave de la iglesia, Melania le envió un mensaje para pedirle que hablase con mayor claridad puesto que no podía oírle. Durante todo el día recibió a los visitantes, hasta que llegó un momento en que dijo: “Ahora, dejadme descansar en paz.” A la hora de nona, se debilitó considerablemente y, al caer la tarde, en tanto que repetía las palabras de Job: “Como el Señor lo ha querido, que así sea…”, murió tranquilamente. Tenía cincuenta y seis años de edad.

(Fuente: ortodoxia.com)
A los 14 años, esta chica aristócrata romana se casó con su primo Pinio, que tenía 17.

Diez años más tarde, perdieron a sus dos hijos. En su desconsuelo, tomaron una opción en la vida: se pusieron de mutuo acuerdo para seguir los consejos evangélicos.

Como quiera que eran ricos, se reunieron para ver la manera de repartir sus bienes a los pobres. Una vez que lo hicieron, salieron para Roma poco antes de que Alarico pudiese llevárselos.

En primer lugar, se retiraron a Sicilia, después a Tagaste cuya diócesis tenía por pastor a un amigo y vecino, San Agustín, obispo de Hipona. Llegaron con ellos quince eunucos y otras tantas esclavas. Le pertenecían todas las tierras de Tagaste.

Los fieles querían que Pinio fuera el obispo, pues de esta manera estaba asegurada la fortuna para la comunidad cristiana. Pero Pinio y Melania se fueron a Jerusalén. Él murió allí en el año 432.

Melania fundó un monasterio no lejos del lugar de la Ascensión, en el Monte de los Olivos, en el que murió a la vuelta de una fiesta.

Vida de Traslación de Santiago Apóstol

De hecho, por los breves apostólicos de dos papas, Gregorio XIII y Sixto V, se celebra en Santiago y en España la fiesta de la Traslación.

El rey Herodes mandó decapitar a Santiago Apóstol. Fue el protomártir de los Apóstoles; luego le seguirían todos los demás y sucedió en la ciudad Santa de Jerusalén. Este es el dato histórico y punto de partida de una leyenda que parece ser un inverosímil juego imaginativo pero, como tantas veces sucede, la fantasía mejor intencionada cubre los espacios en blanco que la historia no puede rellenar con datos comprobables.

Y la leyenda se expone así resumiendo: Una vez muerto Santiago, los siete discípulos que había llevado consigo cuando estuvo en España robaron por la noche el cuerpo que Herodes prohibió enterrar y dejó expuesto a las aves, perros y alimañas. Ocultamente lo llevaron hasta el puerto de Jaffa donde milagrosamente encontraron una nave sin remeros ni piloto, pero con todo lo necesario para una larga travesía. Ayudados por un viento favorable y sin escollos ni tempestad arriban a Iria Flavia —hoy Padrón— cerca de Finisterre. Con esto cumplen el deseo que les había encargado el propio Santiago previendo el acontecimiento de su muerte.

Tierra adentro encuentran una gruta. Les parece sitio apto para depositar los restos mortales. Manos a la obra, destruyen un ídolo de piedra de los paganos del país y excavan en la piedra un sepulcro donde depositan el cuerpo con su cabeza que habían transportado. Luego levantan una casa que será capilla. Teodoro y Atanasio se quedarán custodiando la reliquia, mientras que los otros cinco compañeros saldrán por los campos y poblados a predicar el Evangelio. Cuando mueren los dos custodios reciben sepultura junto a los restos de Santiago.

Las invasiones y guerras que se suceden en el lugar son factores determinantes para que, junto con el mismo paso de los años, se relegue al olvido transitoriamente tanto el lugar ya tapado por los matorrales como el tesoro que contiene.

Cuando reina Alfonso el Casto se descubren los antiguos sepulcros y el rey manda edificar un templo. Y otros monarcas le siguen. Es Compostela. Los papas conceden privilegios, Urbano II desliga el obispado de la jurisdicción de Braga y con Calixto II comienza a ser arzobispado. Los milagros y las maravillas se producen en el tiempo para españoles y extranjeros. Se señala de modo muy especial la protección en la larga lucha de reconquista llegando a aplicársele el alias de «Matamoros» por haberlo visto con todas las armas precediendo al ejército cristiano. Las rutas del peregrinaje de Europa comienzan a tener otro camino para culminar el perdón de los pecados con arrepentimiento.

Vida de Santo Tomas Becket

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Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.

Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. Después tuvo que trabajar como empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de descanso a hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces adquirió su gran afición por los viajes aunque fueran por caminos muy difíciles.

Un día persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para mover un molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida más en serio.

A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio cuenta de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.

Dicen los que lo conocieron que Santo Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo fácilmente y bien.

Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores. Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas sus correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en alto el nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la manera más amigable posible.

En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que su genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su confesor decía: «En su vida privada es intachable, y sabe mantener una gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda especie». Y un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó.

Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo así: «Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo». Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.

Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Les decía: «Muchos ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten».

Desde que fue nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia. Después del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía el personalmente las limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy pronto ya los pobres que allí recibían ayuda, eran el doble de los que antes iban a pedir limosna.

Cada día tenía algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas, en vez de música escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi todos los días visitaba algunos enfermos del hospital. Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque llegaran con recomendaciones del mismo rey.

Tomás había dicho al rey cuando este le propuso el arzobispado: «Ya verá que los envidiosos tratarán de poner enemistades entre nosotros dos. Además el poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será imposible hacerlo». Esto se fue cumpliendo todo exactamente.

El rey se propuso ponerles enormes impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás, se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: «No permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley». Y no la aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante sería el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.

Tomás se fue a Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan difícil. «Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días dedicado a la oración en un convento». Y se fue a estarse 40 días rezando y meditando en una casa de religiosos.

Pero el Pontífice intervino y obtuvo que entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin embargo, el problema peor estaba por llegar.

Después de seis años de destierro y cuando ya le habían sido confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el título de «Delegado del Sumo Pontífice». El trayecto desde que desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.

Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: «No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?».

Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia. Murió diciendo: «Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica». Tenía apenas 52 años.

Se llama apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes. El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año 1172 fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.

Tres años después el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.

Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro, martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.