LA NUEVA EVANGELIZACIÓN, SEGÚN EL CARDENAL RATZINGER
La gran tentación: buscar inmediatamente el gran éxito
ROMA, 30 junio 2001 (ZENIT.org).- La vida humana non se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto todavía por completar y por realizar. La pregunta fundamental de todos los hombres es: ¿cómo se realiza este – llegar a ser hombre? ¿Cómo se aprende este arte de vivir? ¿Cuál es el camino de la felicidad?
Evangelizar quiere decir: mostrar este camino – enseñar el arte de vivir. Jesús dice al comenzar su vida pública: Él me ha ungido para llevar las buenas nuevas a los pobres (Lc 4, 18); y esto quiere decir: Yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; os enseño el camino de la vida, el camino de la felicidad, mejor dicho: Yo soy ese camino. La pobreza más profunda es la incapacidad de alegrarse, el hastío de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza está más diseminada y se presenta en diferentes formas tanto en las sociedades materialmente ricas como en las sociedades de los países pobres. La incapacidad de alegrarse supone y produce la incapacidad de amar, provoca la envidia, la avaricia – todos los vicios que desbastan la vida de cada uno y del mundo. Por este motivo tenemos necesidad de una nueva evangelización – si el arte de vivir permanece desconocida, todo el resto no puede funcionar. Sin embargo, este arte no es objeto de la ciencia – este arte puede ser comunicado sólo por quien tiene la vida – aquél que es el Evangelio en persona.
I. ESTRUCTURA Y MÉTODO EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
1. La estructura
Antes de hablar de los contenido fundamentales de la nueva evangelización quisiera decir algunas palabras sobre su estructura y su método adecuado. La Iglesia evangeliza siempre y no ha interrumpido jamás el camino de la evangelización. Celebra cada día el misterio eucarístico, administra los sacramentos, anuncia la palabra de la vida – la palabra de Dios, se empeña por la justicia y la caridad. Y esta evangelización conlleva sus frutos: da luz y alegría, da el camino de la vida a muchas personas; muchos viven, frequentemente sin saberlo, de la luz y del calor resplandeciente de esta evangelización permanente. No obstante, observamos un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de los valores humanos esenciales que es preocupante. Gran parte de la humanidad de hoy en día, no encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es decir, una respuesta que convenza a la pregunta: ¿Cómo vivir?
Por esto buscamos, más allá de la evangelización permanente, que nunca ha sido interrumpida y que jamás debe interrumpirse, una nueva evangelización, capaz de hacerse escuchar por aquel mundo que no encuentra acceso a la evangelización «clásica». Todos tienen necesidad del Evangelio; el Evangelio está hecho para todos y no sólo a un sector determinado de personas, por esto estamos obligados a buscar nuevas vías para llevar el Evangelio a todos.
Sin embargo, aquí se esconde una tentación – la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar inmediatamente el gran éxito, de buscar los grandes números. Y este no es el método de Dios. Para el reino de Dios y, de esta manera, para la evangelización, instrumento y vehículo del reino de Dios, siempre es válida la parábola del grano de mostaza (cf. Mc 4, 31 – 32). El Reino de Dios siempre vuelve a comenzar bajo este signo. Nueva evangelización no podría significar: atraer inmediatamente con nuevos y más refinados métodos a las grandes masas alejadas de la Iglesia. No – no es esta la promesa de la nueva evangelización. Nueva evangelización quiere decir: no contentarse del hecho que del grano de mostaza ha crecido el gran árbol de la Iglesia universal, no pensar que basta el hecho de que en sus ramas puedan encontrar un lugar muy diferentes especies de pájaros – sino osar de nuevo con la humildad del pequeño grano dejándo a Dios el cuándo y el cómo crecerá (cf. Mc 4, 26 – 29). Las grandes cosas empiezan siempre del pequeño grano y los movimientos de masa siempre son efímeros. En su visión del proceso de evolución Teilhard de Chardin habla de lo «blanco de los orígenes» (le blanc des origines): el comienzo de las nuevas especies es invisible e imposible de encontrar a través de la investigación científica. Las fuentes están escondidas – son demasiado pequeñas. En otras palabras: las realidades grandes empiezan con humildad. Dejemos de lados, si y hasta que punto Teilhard tiene razón en sus tesis evolucionistas; la ley sobre los orígenes invisibles nos dice una verdad – una verdad presente justamente en el actuar de Dios en la historia: «No te elegí porque eres grande, por el contrario – eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te amo…» dice Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y expresa, de esta manera, la paradoja fundamental de la historia de la salvación. Ciertamente, Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia. Gran parte de las parábolas de Jesús indican esta estructura del actuar divino y responden así a las preocupaciones de los discípulos, los cuales se esperaban más bien, otros éxitos y signos del Mesías – éxitos similares a los ofrecidos por Satanás al Señor: Todo esto – todos los reinos del mundo – te lo doy… (Mt 4, 9). En efecto, Pablo al final de su vida tuvo la impresión de haber llevado el Evangelio a los confines de la tierra, pero los cristianos eran pequeñas comunidades dispersas en el mundo, insignificantes según los criterios seculares. En realidad fueron la semilla que penetra desde el interior de la masa, portando en sí el futuro del mundo (Mt 13, 33). Un viejo proverbio dice «el éxito no es un nombre de Dios». La nueva evangelización debe someterse al misterio del grano de mostaza y no pretender producir rápidamente el gran árbol. Nosotros, o vivimos demasiado con la seguridad del gran árbol ya existente o con la impaciencia de tener un árbol más grande, más vital – mas bien, debemos aceptar el misterio que la Iglesia es, al mismo tiempo, un gran árbol y un grano muy pequeño. En la historia de la salvación siempre es contemporáneamente Viernes Santo y Domingo de Pascua…
2. El método
De esta estructura de la nueva evangelización también deriva el método justo. Es cierto que debemos utilizar razonablemente los métodos modernos para hacernos escuchar – o mejor dicho: hacer accesible y comprensible la voz del Señor… No es que busquemos ser escuchados nosotros – no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino queremos servir al bien de las personas y de la humanidad dando espacio a Aquél que es la Vida. Esta expropiación del propio yo que se ofrece a Cristo para la salvación de los hombres, es la condición fundamental para un verdadero empeño por el Evangelio. «Porque he venido en nombre de mi Padre, y vosotros no me recibís. Si algún otro vienera en su propio nombre, a éste si lo acogeríais» dice el Señor (Jn, 5, 43). El distintivo del Anticristo es su hablar en nombre propio. El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el círculo del eterno amor, cuyas personas son «relaciones puras», el acto puro del donarse y del acogerse. El diseño trinitario – visible en el Hijo, que no habla a nombre suyo – muestra la forma de vida del verdadero evangelizador – aún más, evangelización no es simplemente una forma de hablar sino una forma de vivir: vivir en la escucha y hacerse voz del Padre. «Él no viene con un mensaje propio, sino que les dirá lo que escuchó» dice el Señor sobre el Espíritu Santo (Jn, 16, 13). Esta forma cristológica y pneumatológica de la evangelización, al mismo tiempo es una forma eclesiológica: El Señor y el Espíritu Santo construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del Reino de Dios, supone escuchar su voz en la voz de la Iglesia. «No hablar en el propio nombre» quiere decir, hablar en la misión de la Iglesia…
A esta ley de la expropiación le siguen consecuencias muy prácticas. Todos los métodos razonables y moralmente aceptables deben ser estudiados – es un deber utilizar estas posibilidades de la comunicación. Pero las palabras y toda el arte de la comunicación no pueden ganar a la persona humana en esa profundidad, a la que debe llegar el Evangelio. Hace algunos años leí la biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo, Padre Didimo, párroco de Bassano del Grappa (Veneto). En sus palabras se encuentran palabras de oro, fruto de una vida de oración y de meditación. Sobre nuestro tema, Don Didimo dice, por ejemplo: «Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba» Con esta breve reflexión quería decir: Jesús debía adquirir de Dios a los discípulos. Esto mismo es siempre válido. No podemos ganar nosotros los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos están vacíos si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio siempre debe recubrir una vida de oración.
Debemos agregar todavía otro paso. Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba – pero esto no es todo. Su vida entera fue – como lo muestra con gran belleza el Evangelio de San Lucas – un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo con bellas palabras, sino con su sufrimiento y con su muerte. Es ésta, su pasión, la fuente inagotable de vida por el mundo; la pasión da fuerza a su palabra.
El Señor mismo – extendiendo y ampliando la parábola del grano de mostaza – ha formulado esta ley de la fecundidad en el pasaje de la semilla del grano que muere, caído en la tierra (Jn 12, 24). También esta ley es válida hasta el final del mundo y es – junto con el misterio del grano de mostaza – fundamental para la nueva evangelización. Toda la historia lo demuestra. Sería fácil demostrarlo en la historia del cristianismo. Quisiera recordar ahora solamente el comienzo de la evangelización en la vida de San Pablo. El éxito de su misión no fue el fruto de una gran arte retórica o de prudencia pastoral; la fecundidad fue vinculada al sufrimiento, a la comunión en la pasión con Cristo (cf. 1 Cor 2, 1 – 5; 2 Cor 5, 7; 11, 10s; 11, 30; Gál 4, 12 – 14). «Ninguna señal será dada sino aquella de Jonás el profeta» ha dicho el Señor. La señal de Jonás es el Cristo crucificado – son los testimonios que completan «lo que falta a los sufrimientos de Cristo» (Col 1, 24). En todos los períodos de la historia siempre se ha verificado la palabra de Tertuliano: Es una semilla la sangre de los mártires.
San Agustín dice lo mismo con palabras muy bellas, interpretando Juan 21, donde la profecía del martirio de Pedro y el mandato de apacentar, lo que sería la institución de su primado, están íntimamente vinculados. San Agustín comenta el texto (Jn 21, 16) en el siguiente modo: «Apacienta mis corderos», es decir, sufre por mis corderos (Sermo Guelf. 32 PLS 2, 640). Una madre no puede dar vida a un niño sin sufrimiento. Todo parto exige sufrimiento, es sufrimiento, y el devenir cristiano es un parto. Digámoslo todavía una vez con las palabras del Señor: El reino de Dios exige violencia (Mt 11, 12; Lc 16, 16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar vida a otros, sin dar nuestras vida. El proceso de expropiación, antes mencionado, es la forma concreta (expresada de diferente manera) de dar la propia vida. Y pensamos a las palabras del Salvador: «… el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).
II. LOS CONTENIDOS ESENCIALES DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
1. Conversión
En relación a los contenidos de la nueva evangelización, antes que nada se debe tener presente que no se puede escindir el Antiguo del Nuevo Testamento. El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de Juan Bautista: µetaνοeιte – ¡Convertios! No hay acceso a Jesús sin el Bautista; no hay posibilidad de alcanzar a Jesús sin dar respuesta al llamado del precursor, mas bien: Jesús ha asumido el mensaje de Juan el Bautista en la síntesis de su propio predicar: «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). La palabra griega usada para «convertirse» significa: volver a pensar – poner en discusión el propio y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar más simplemente según las opiniones corrientes. Convertirse significa, por lo tanto, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse justificados en acciones dudosas, ambiguas, malvadas por el hecho que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por lo tanto, el bien, aún cuando es incómodo; no hacerlo pensando en el juicio de la mayoría, de los hombres, sino en el juicio de Dios – con otras palabras: buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva. Todo esto no implica un moralismo, la reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por lo tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no entiende crearse una autarquía moral suya, no pretende reconstruir con sus propias fuerzas su propia bondad. «Conversión» (Metanoia) significa justamente lo contrario: salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia – indigencia de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es autojustificación (yo no soy peor de los demás); la conversión es la humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de mi propia vida.
Aquí debemos tener presente el aspecto social de la conversión. En efecto, la conversión es, ante todo, un acto muy personal y es personalización. Yo me separo de la fórmula «vivir como todos» (no me siento más justificado por el hecho que todos hacen cuanto hago yo) y encuentro delante de Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal. Pero la verdadera personalización es siempre también una nueva y más profunda socialización. El yo se abre de nuevo al tú, en toda su profundidad, de esta manera nace un nuevo Nosotros. Si el estilo de vida extendido en el mundo implica el peligro de la des-personalización, del vivir no mi propia vida, sino la vida de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo Nosotros del camino común con Dios. Anunciando la conversión también debemos ofrecer una comunidad de vida, un espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con las palabras; el Evangelio crea vida, crea comunidad de camino; una conversión puramente individual no tiene consistencia…
2. El Reino de Dios
En la llamada a la conversión está implícito – como una condición fundamentalmente propia – el anuncio del Dios viviente. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y también debe ser el corazón de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es: Reino de Dios. Sin embargo, Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios. Reino de Dios quiere decir: Dios existe. Dios vive. Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida – en mi vida. Dios no es una lejana «causa última», Dios no es el «gran arquitecto» del deísmo que ha construido la máquina del mundo y ahora estaría fuera – por el contrario Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia. En la conferencia de despedida de su cátedra de la Universidad de Münster, el teólogo J. B. Metz ha pronunciado cosas que no se esperaban. Metz en el pasado nos había enseñado el antropocentrismo – el verdadero acontecimiento del cristianismo habría sido el giro antropológico, la secularización, el descubrimiento del estado secular del mundo. Después nos ha enseñado la teología política – el carácter político de la fe; más tarde la «memoria peligrosa»; finalmente la teología narrativa. Después de haber recorrido este camino largo y difícil, nos dice hoy: El verdadero problema de nuestro tiempo es la «Crisis de Dios», la ausencia de Dios, camuflada por una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teo-logía, un hablar de Dios y con Dios. Metz tiene razón : El «unum necessarium» para el hombre es Dios. Todo cambia, si hay Dios o no hay Dios. Desgraciadamente – también nosotros los cristianos vivimos a veces como si Dios no existiese («si Deus non daretur»). Vivimos según el cliché: No hay Dios y si lo hay, no interesa. Por este motivo, la evangelización, antes que nada, tiene que hablar de Dios, anunciar el único Dios verdadero: el Creador – el Santificador – el Juez (cf. El Catequismo de la Iglesia Católica).
También aquí debe tenerse presente el aspecto práctico. Dios no puede hacerse conocido sólo con las palabras. No se conoce una persona si se sabe de esta persona sólo a través de otra. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia. Por esto son importantes las escuelas de oración, de comunidad de oración. Hay complementariedad entre la oración personal («en el propio dormitorio», sólo delante de los ojos de Dios), oración común «paralitúrgica» («religiosidad popular») y oración litúrgica. Sí, la liturgia es, antes que nada, oración; su especificidad consiste en el hecho que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo – la liturgia es actio divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben marchar conjuntamente. El anuncio de Dios es guía para la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por esto la liturgia (los sacramentos) no es un tema junto a la predicación del Dios viviente, sino la puesta en práctica de nuestra relación con Dios. En este contexto quisiera hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Muchas veces nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La liturgia se vuelve enseñanza, cuyo criterio es: hacerse entender – la consecuencia es con frecuencia hacer banal el misterio, la preponderancia de nuestras palabras, la repetición de la fraseología que parece más accesible y más agradable a la gente. Pero esto es un error no solamente teológico, sino también psicológico y pastoral. La moda del esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento demuestran que en nuestras liturgias falta algo. Justamente en nuestro mundo actual tenemos necesidad del silencio, del misterio por encima del individuo, de la belleza. La liturgia no es la invención del sacerdote que celebra o de un grupo de especialistas; la liturgia («el rito») ha crecido en un proceso orgánico durante los siglos, porta consigo el fruto de la experiencia de la fe de todas las generaciones. Aunque si los participantes no entienden quizá cada una de las palabras, perciben el significado profundo, la presencia del misterio, que trasciende todas las palabras. No es el celebrante el centro de la acción litúrgica; el celebrante no está delante del pueblo en su nombre – no habla de sí y para sí, sino «in persona Cristi». No cuentan la capacidad personal del celebrante, sino sólo su fe, en la que se hace transparente Cristo. «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3, 30).
3. Jesucristo
Con esta reflexión el tema de Dios se ha ya extendido y concretizado en el tema Jesucristo: Sólo en Cristo y a través de Cristo el tema de Dios se vuelve realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros – la concretización del «Yo soy», la respuesta al Deísmo. Actualmente es grande la tentación de reducir Jesucristo, el Hijo de Dios, sólo a un Jesús histórico, a un hombre puro. No se niega necesariamente la divinidad de Jesús, sino que con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en el marco de nuestra historiografía. Pero este «Jesús histórico» no es sino un artefacto, la imagine de sus autores y no la imagen del Dios viviente (cf. 2 Cor 4, 4s; Col 1, 15). El Cristo de la fe no es un mito: el así llamado «Jesús histórico» es una figura mitológica, auto inventada por los diferentes intérpretes. Los doscientos años de historia del «Jesús histórico» reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este período.
No puedo, en el marco de esta conferencia, entrar en los contenidos del anuncio del Salvador. Quisiera brevemente aludir a dos aspectos importantes. El primero es el seguimeinto de Cristo – Cristo se ofrece como camino de mi vida. Secuela de Cristo no significa imitar al hombre Jesús. Una tentativa similar necesariamente fracasa – sería un anacronismo. La secuela de Cristo tiene una meta mucho más alta: asimilarse a Cristo y, en este modo, llegar a la unión con Dios. Una palabra como ésta quizás suena extraña a los oídos del hombre moderno. Pero, en realidad, todos tenemos sed del infinito: de una libertad infinita, de una felicidad sin límites. Toda la historia de las revoluciones de los últimos doscientos años se explica sólo así. La droga se explica así. El hombre no se contenta con soluciones bajo el nivel de la divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la «serpiente» (Gén 3, 5), es decir, por la sabiduría mundana, fracasan. El único camino es la comunión con Cristo, realizable en la vida sacramental. Secuela de Cristo no es un argumento moral, sino un tema «mistérico» – un conjunto de acción divina y de respuesta nuestra.
De esta manera, encontramos presente en el tema de la secuela el otro centro de la cristología, del cual quisiera decir algo: el misterio pascual – la cruz y la resurrección. En las reconstrucciones del «Jesús histórico» normalmente el tema de la cruz no tiene significado. En una interpretación «burguesa» se vuelve un incidente, por sí mismo evitable, sin valor teológico; en una interpretación revolucionaria se vuelve la muerte heroica de un rebelde. La verdad es diferente. La cruz pertenece al misterio divino – es expresión de su amor hasta el fin (Jn 13, 1). La secuela de Cristo es participación a su cruz, unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se vuelve el nacimiento del hombre nuevo, creado según Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite la cruz, omite la esencia del cristianismo (cf. 1 Cor 2, 2).
4. La vida eterna
Un último elemento central de toda evangelización verdadera es la vida eterna. Actualmente debemos con nueva fuerza anunciar en la vida diaria nuestra fe. Quisiera mencionar aquí solamente un aspecto muchas veces descuidado de la predicación de Jesús: El anuncio del Reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce y nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia. Esta predicación es, por lo tanto, anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o no hacer lo que quiere. Él será juzgado. Él debe dar cuentan de sus actos. Esta certeza tiene valor para los potentes así como para los simples. Donde ésta sea respetada, están trazados los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia y sólo Él puede hacerlo al final de cuentas. Esto podremos lograrlo mejor, cuanto más estemos en capacidad de vivir bajo los ojos de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio. De esta manera, el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un contenido central del Evangelio y es verdaderamente una buena nueva. Lo es para todos aquellos que sufren por la injusticia del mundo y buscan la justicia. De esta modo se comprende también la conexión entre el «Reino de Dios» y los «pobres», los que sufren y todos aquellos de los cuales hablan las bienaventuranzas del discurso de la montaña. Estos están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia. Este es el verdadero contenido del artículo sobre el juicio, sobre Dios Juez: hay justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Sólo quien no quiere que haya justicia puede oponerse a esta verdad. Si tomamos en serio el juicio y la seriedad de la responsabilidad que nos implica, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es decir, la redención, el hecho que Jesús en la cruz asume nuestros pecados; que Dios mismo en la pasión del Hijo se hace abogado de nosotros, pecadores, haciendo así posible la penitencia, dando esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada de manera maravillosa en las palabras de San Juan: delante de Dios, tranquilizaremos nuestro corazón, cualquier cosa éste nos reproche. «Dios es más grande que nuestra conciencia, y todo lo conoce» (1 Jn 3, 19s). La bondad de Dios es infinita, pero no debemos reducir esta bondad a una cosa melindrosa sin verdad. Sólo creyendo al justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6) abrimos nuestro corazón y nuestra vida a la misericordia divina. Se ve: no es verdad que la fe en la vida eterna hace insignificante la vida terrestre. Por el contrario. Sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida sobre la tierra es grande y su valor inmenso. Dios no es el otro concursante de nuestra vida, sino quien garantiza nuestra grandeza. De esta manera volvemos a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de muchas cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy simple. Hablemos de Dios y del hombre, y así decimos todo.
ZSI01063002
Este precioso documento del Cardenal Ratzinger sobre la nueva evangelización, tiene una profunda base teológica y espiritual, como no podía ser menos de esa gran teólogo que es el Cardenal. Hay que leerlo despacio y con tiempo pues es bastante extenso, pero te empapas de la doctrina clara y segura que la Iglesia tiene sobre este tema. Es pues muy intersante leerlo y mediarlo, pues te puede orientar mucho sobre conductas necesarias que tenemos que afrontar los católicos para vivr nuestra fe y catolicidad de forma correcta y firme.Gracias Vero por esta valiosa aportación a la página.