Santísimo en Riga

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Era tal mi necesidad de encontrarle como os conté hace ya 3 meses..cómo vuela el tiempo…que al verle al fondo y sacar la foto, salió iluminado sin estarlo..
Como no puede hablar, se manifiesta de esta forma..con guiños, cariños, mimos, signos, amor, luces, olor..suspira por nuestro amor..y casi siempre está sólo..


Pasaría el día entero adorándote, Dios mío.

Indulgencia plenaria para el Año de la Fe.

El papa Benedicto XVI concederá a los fieles la indulgencia plenaria con motivo del Año de la Fe que será válida desde su apertura (11 de octubre de 2012 hasta su clausura, 24 de noviembre de 2013), según informó el decreto hecho público el viernes 5 de octubre firmado por el cardenal Manuel Monteiro de Castro y por el obispo Krzysztof Nykiel, respectivamente penitenciario mayor y regente de la Penitenciaría Apostólica.

“En el día del 50º aniversario de la solemne apertura del Concilio Vaticano II -dice el texto- el Sumo Pontífice Benedicto XVI ha establecido el inicio de un Año particularmente dedicado a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación, con la lectura o, mejor, la piadosa meditación de los Actos del Concilio y de los artículos del Catecismo de la Iglesia Católica”.

“Ya que se trata, ante todo, de desarrollar en grado sumo -por cuanto sea posible en esta tierra- la santidad de vida y de obtener, por lo tanto, en el grado más alto la pureza del alma, será muy útil el gran don de las indulgencias que la Iglesia, en virtud del poder conferido de Cristo, ofrece a quienes, con las debidas disposiciones, cumplen las prescripciones especiales para conseguirlas”.

“Durante todo el Año de la Fe -convocado del 11 de octubre de 2012 al 24 de noviembre de 2013- podrán conseguir la Indulgencia plenaria de la pena temporal por los propios pecados impartida por la misericordia de Dios, aplicable en sufragio de las almas de los fieles difuntos, todos los fieles verdaderamente arrepentidos, debidamente confesados, que hayan comulgado sacramentalmente y que recen según las oraciones del pontífice:

A)Cada vez que participen al menos en tres momentos de predicación durante las Sagradas Misiones, o al menos, en tres lecciones sobre los Actos del Concilio Vaticano II y sobre los artículos del Catecismo de la Iglesia en cualquier iglesia o lugar idóneo.

B)Cada vez que visiten en peregrinación una basílica papal, una catacumba cristiana o un lugar sagrado designado por el Ordinario del lugar para el Año de la Fe (por ejemplo basílicas menores, santuarios marianos o de los apóstoles y patronos) y participen en una ceremonia sacra o, al menos, se recojan durante un tiempo en meditación y concluyan con el rezo del padrenuestro, la Profesión de fe en cualquier forma legítima, las invocaciones a la Virgen María y, según el caso, a los santos apóstoles o patronos.

C) Cada vez que en los días determinados por el Ordinario del lugar para el Año de la Fe, participen en cualquier lugar sagrado en una solemne celebración eucarística o en la liturgia de las horas, añadiendo la Profesión de fe en cualquier forma legítima.

D) Un día, elegido libremente, durante el Año de la Fe, para visitar el baptisterio o cualquier otro lugar donde recibieron el sacramento del Bautismo, si renuevan las promesas bautismales de cualquier forma legítima.

Los obispos diocesanos o eparquiales y los que están equiparados a ellos por derecho, en los días oportunos o con ocasión de las celebraciones principales, podrán impartir la Bendición Papal con la Indulgencia plenaria a los fieles.

El documento concluye recordando que los fieles que «por enfermedad o justa causa» no puedan salir de casa o del lugar donde se encuentren, podrán obtener la indulgencia plenaria, si “unidos con el espíritu y el pensamiento a los fieles presentes, particularmente cuando las palabras del Sumo Pontífice o de los obispos diocesanos se transmitan por radio o televisión, recen, allí donde se encuentren, el padrenuestro, la Profesión de fe en cualquier forma legítima y otras oraciones conformes a la finalidad del Año de la Fe ofreciendo sus sufrimientos o los problemas de su vida”.

Comienza el Año de la Fe

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Carta apostólica que Benedicto XVI escribió para convocar el año de La Fe

1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.

2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.

4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.

5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].

6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].

En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).

7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».

Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.

8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.

9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada[15], y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.

No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón»[16].

10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.

A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.

Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.

La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”»[17].

Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].

Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.

11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial… Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].

Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.

En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.

12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.

En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].

13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.

Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.

Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).

Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.

Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).

Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.

Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).

Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.

También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.

14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).

La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).

15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.

«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.

Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.

BENEDICTO XVI
[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.

[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.

[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.

[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.

[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.

[6] Ibíd., 198.

[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.

[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.

[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.

[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.

[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

[12] De utilitate credendi, 1, 2.

[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.

[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.

[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.

[16] Sermo215, 1.

[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.

[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.

[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.

[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.

[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.

[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.

San Juan de Avila

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San Juan de Ávila (* Almodóvar del Campo, Ciudad Real, 6 de enero de 1500 – † Montilla, 10 de mayo de 1569) fue un sacerdote y escritor ascético español. Es, desde 1946, patrono del clero español. El 20 de agosto de 2011, en la Catedral de La Almudena de Madrid, el papa Benedicto XVI anunció que en 2012 sería declarado doctor de la Iglesia,1 proclamación que tuvo lugar el 7 de octubre de 2012, junto con la de la mística alemana Hildegarda de Bingen, durante la misa de apertura de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los obispos dedicado al tema de la nueva evangelización.2 Es el cuarto santo español en alcanzar ese título.
En medio de la efervescencia resultante del Renacimiento, Juan de Ávila vivió en contacto con la mayor parte de los espirituales de su tiempo: Ignacio de Loyola, Luis de Granada, Juan de Dios, Juan de Ribera, Teresa de Ávila, Tomás de Villanueva y Pedro de Alcántara, y representó lo mejor de la Iglesia del siglo XVI. De una influencia notable, sus palabras fueron fuente de inspiración para muchos escritores sacerdotales coetáneos y posteriores: Antonio de Molina, Luis de la Palma, Luis de la Puente, Carlos Borromeo, Bartolomé de los Mártires, Diego de Estella, Pierre de Bérulle, Alonso Rodríguez, Francisco de Sales, Alfonso María de Ligorio, Antonio María Claret, entre otros.

Primeros años
Sus padres, Alfonso de Ávila (de ascendencia judía) y Catalina Gijón, poseían unas minas de plata en Sierra Morena, por lo que en sus primeros años se crió sin estrecheces económicas. Empezó a estudiar leyes en Salamanca (1514), pero lo dejó a los cuatro años empujado por su devoción y se retiró a su natal Almodóvar, donde hizo vida de dura penitencia.

Aconsejado por un franciscano, marchó en 1520 a estudiar Artes y Teología a Alcalá de Henares (1520–1526). Allí fue alumno de Domingo de Soto y trabó amistad con Pedro Guerrero, futuro arzobispo de Granada; también trató a Francisco de Osuna y, tal vez, al mismísimo San Ignacio de Loyola. Durante estos estudios fallecieron sus padres y, al ordenarse sacerdote en 1526, celebró en memoria suya su primera misa en Almodóvar del Campo, vendió todos los bienes que le habían legado y repartió el dinero a los pobres, para después dedicarse enteramente a la evangelización, empezando por su mismo pueblo. Un año más tarde se ofreció como misionero al nuevo obispo de Tlaxcala (Nueva España), Julián Garcés, que habría de marchar para América en 1527 desde el puerto de Sevilla; con tal propósito se trasladó allí con su compañero de estudios en Alcalá, Fernando de Contreras, quien habló de su proyecto con el arzobispo de Sevilla, Alonso Manrique; éste ordenó a Juan de Ávila que abandonara esa idea y evangelizase Andalucía, labor a la que desde entonces se consagró de pleno y por la que será llamado «Apóstol de Andalucía».
Escribió un célebre comentario al salmo XLIV Audi filia, et vide para una señora convertida por él en Écija, Sancha Carrillo, hija de los señores de Guadalcázar, que fue publicado en Alcalá clandestinamente en 1556 y más tarde ampliado y con autorización en Madrid, en 1557. Esta obra puede considerarse un verdadero compendio de ascética, y el rey Felipe II la tuvo en tanta estima que pidió que no faltara nunca en El Escorial; asimismo, el Cardenal Astorga, arzobispo de Toledo, dijo de esta obra que con ella «había convertido más almas que letras tiene». Este opúsculo marcó positivamente la ulterior literatura ascética, de manera que no hay en todo el siglo XVI autor de vida espiritual tan consultado como Juan de Ávila: revisó la obra Vida de santa Teresa, se relacionó frecuentemente con San Ignacio de Loyola y sus representantes, que querían hacerle jesuita, con San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara, San Juan de Ribera, fray Luis de Granada y otros.

Procesado por la Inquisición

Su enorme ascendiente como predicador provocó envidias y algunos clérigos le denunciaron ante la Inquisición sevillana en 1531. Desde ese año hasta 1533, Juan de Ávila estuvo encarcelado en el Castillo de San Jorge, en Triana, y fue procesado por la Inquisición. Aprovechó ese tiempo para orar y redactar la primera versión del Audi filia. Frente a cinco testigos acusadores, hubo cincuenta y cinco que declararon a su favor. En el fondo se le acusaba de Erasmismo, del cual se había impregnado en Alcalá, y al cabo se le absolvió con la salvedad de «haber proferido en sus sermones y fuera de ellos algunas proposiciones que no parecieron biensonantes», mandándosele, bajo pena de excomunión, que las declarara convenientemente en los mismos lugares donde las predicó (Écija y Alcalá de Guadaíra).
[editar]Muerte

Tumba del Santo en la Basílica de la Encarnación de Montilla.

En 1535 marchó a Córdoba, llamado por el obispo Álvarez de Toledo y conoció allí a fray Luis de Granada. Organizó predicaciones por los pueblos andaluces, sobre todo por las Sierras de Córdoba y consiguió muy sonadas conversiones de personas de alto rango. Trabó amistad con el nuevo obispo de Córdoba, Cristóbal de Rojas, al que dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo redactadas por su mano. Intervino también en la conversión del Duque de Gandía, futuro San Francisco de Borja, y del soldado y entonces librero ambulante portugués João Cidade Duarte, que llegaría a ser San Juan de Dios. No sólo evangelizó por toda la Andalucía actual, sino que también anduvo por el sur de La Mancha y Extremadura. Fundó numerosos seminarios y colegios y animó a la creación de la Compañía de Jesús. Organizó la Universidad de Baeza. Enfermó en 1554, pero aún siguió en activo quince años, hasta que empeoró visiblemente en 1569 y murió el mismo año en Montilla, donde está enterrado.

Canonización:

En 1588, Fray Luis de Granada recogió algunos escritos enviados por los discípulos y con ellos y sus propios recuerdos redactó la primera biografía del sacerdote manchego. En 1623, la Congregación de san Pedro Apóstol de sacerdotes naturales de Madrid inició la causa de beatificación. En 1635, el licenciado Luis Muñoz escribió la segunda biografía de Juan de Ávila basándose en la de Luis de Granada, en los documentos del proceso de beatificación y en otros que se han perdido. El 4 de abril de 1894, el papa León XIII beatificó a Juan de Ávila; el 2 de julio de 1946 Pío XII le declaró Patrono del clero secular español y Pablo VI le canonizó en 1970.

Reliquia que se conserva en Almodóvar del Campo

Doctor de la Iglesia:

El 20 de agosto de 2011, al finalizar la misa celebrada con motivo del encuentro con los seminaristas en la Catedral de la Almudena de Madrid, en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud, el papa Benedicto XVI anunció la futura declaración de Juan de Ávila como Doctor de la Iglesia a petición de la Conferencia Episcopal Española.4 La fecha prevista para tal declaración fue anunciada el 27 de mayo de 2012. La declaración como Doctor de la Iglesia tuvo lugar el 7 de octubre de 2012.

Obras

Ante todo se le tuvo como un excelente predicador y escritor ascético. Además del ya citado comentario al salmo Audi filia (Alcalá, 1556), escribió Epistolario espiritual para todos los estados (Madrid, 1578), colección de cartas ascéticas dirigidas a todo tipo de personas humildes y elevadas, religiosas y profanas, pero también a San Ignacio de Loyola, San Juan de Dios, y sobre todo monjas y devotas como la ya citada Sancha Carrillo; en él se anuncia ya el estilo incomparable de Fray Luis de Granada.
También compuso un libro acerca del Santísimo Sacramento y otro Del conocimiento de sí mismo, y un Contemptus mundo nuevamente romançado (Sevilla, Juan de Cromberger, 1536). Se han perdido casi totalmente sus muy famosos Sermones, pues seguramente su modesto autor no cuidó de guardarlos ni escribirlos. Se le suele llamar «reformador», si bien sus escritos de reforma se ciñeron a los Memoriales para el Concilio de Trento escritos para el arzobispo de Granada Pedro Guerrero, ya que Juan de Ávila no pudo acompañarle debido a su enfermedad, y a las Advertencias al Concilio de Toledo escritas para el obispo de Córdoba Cristóbal de Rojas, que habrían de presidir el Concilio de Toledo (1565) para aplicar los decretos tridentinos. La doctrina de san Juan de Ávila acerca del sacerdocio quedó esquematizada en un Tratado sobre el sacerdocio, del que se conoce solamente una parte.
Otras obras suyas son el Comentario a la Carta a los Gálatas (Córdoba, 1537), Doctrina cristiana (Mesina, 1555 y Valencia, 1554), Memorial a Trento (1551 y 1561) y Dos pláticas a sacerdotes (Córdoba, 1595).

Autoría del Soneto a Cristo Crucificado

Se le atribuye el soneto anónimo «No me mueve, mi Dios, para quererte…» que es una de las joyas de la mística castellana. Si bien apareció impreso por primera vez en la obra del doctor madrileño Antonio de Rojas Libro intitulado vida del espíritu (Madrid, 1628), circulaba desde mucho tiempo antes en versión manuscrita. El argumento más sólido se constituye en que el precedente de la idea central del soneto (amor de Dios por Dios mismo) se halla en bastantes textos del Santo:
«El que dice que te ama y guarda los diez mandamientos de tu ley solamente o más principalmente porque le des la gloria, téngase por despedido della.» En sus Meditaciones devotísimas del amor de Dios.
«Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra.» Glosa del «Audi filia», cap. L.

Testimonio de seminarista reparador de la Virgen de los Dolores

Reparador de la Virgen de los Dolores desde 8 de Mayo de 2011

A lo largo de mí corta vida, el Señor no se ha cansado de venir a mí encuentro y de invitarme a vivir en su Verdad. En la medida en que mi corazón se abrió a Él, más especial, feliz e intenso, fue el encuentro con el Señor. Pero nunca abrí, verdaderamente, mi corazón al Señor, dando de mí mismo, sin barreras, o sea, sin dejar de lado mis condiciones. Siempre tuve la limitación “en función de mí”, hasta el primer sábado de febrero en Prado Nuevo: Guiado por la Santísima Virgen, tuve el encuentro que cambió radicalmente mi vida, dando sentido a todos los momentos en que el Señor ha venido a mí encuentro. De esta vez he procurado vivir la presencia del Señor en función de Su voluntad, y en ella descubrí mi voluntad y realización más profundas.

Vivía entonces en Ginebra, Suiza, y trabajaba en una empresa farmacéutica, donde ejercía funciones de gran responsabilidad, tanto a nivel operacional, como de desarrollo de negocios. Todo pasaba por mí, ya que éramos el director general y yo quienes firmábamos cada documento oficial de la empresa, en representación del dueño de la misma, y también fundador y presidente de una de las mayores empresas de genéricos del mundo. Con él creé una relación muy especial tanto a nivel profesional cómo personal, que me permitió aprender, ver, vivir y abrazar muchas cosas del mundo, y muy rápidamente.

Era, por tanto, una persona realizada profesionalmente. Tenía un trabajo de sueño, que me daba mucha ilusión, y a lo cual me dedicaba, básicamente, a tiempo entero: cuando se trataba de trabajo, no había límites. Rápidamente mí voluntad de hacer crecer la empresa y de aprender el máximo posible ocupó el primer lugar de mis prioridades. Mi confianza, realización personal y felicidad estaban, antes de cualquier otra cosa, puestas en mí trabajo, que además de ser, por sí mismo, muy estimulante, me proporcionaba una condición social y un estilo de vida muy atractivo y placentero: era frecuente viajar por varias ciudades de Europa y quedarme en los mejores hoteles. Tanto estaba un fin-de-semana en las fiestas de la moda de Paris, como en un spa en Milán el fin-de-semana siguiente, o en los Alpes disfrutando de unos días de snowboard… O podía ir más lejos y estar de copas en el mejor hotel del mundo, en Dubái, o de noche vieja en Rio de Janeiro. Era normal recibir invitaciones de amigos para ir a ver el gran premio a Malasia o ir a pasar unos días a Saint-Tropez, con la misma naturalidad con que se es invitado para una tarde de tapas en una terraza de Madrid. La distancia y el dinero poco a poco iban dejando de ser una limitación, y el mundo parecía tornarse cada vez más pequeño, a la medida que mi ego y autoconfianza se tornaban cada vez mayores. Me acostumbré a adaptarme a diferentes países, culturas y ambientes con mucha facilidad, y vivir esa flexibilidad era para mí un gozo y un orgullo.

Tenía las puertas abiertas por donde quiera que fuera, y normalmente según mis reglas. Todo en mi vida parecía perfecto. Todo giraba de acuerdo con mí voluntad y en función de mis gustos y apetitos. Y así ha sido hasta que la enfermedad de una persona querida me ha hecho reflexionar acerca de mí vida. Yo, que me veía invencible y capaz de resolver todo, experimenté que la solución de este problema estaba más allá de mi capacidad. La impotencia de cara a la enfermedad, y el sufrimiento de ver a alguien querido sufriendo, me llevaron a parar el ritmo alucinante de mí vida y a buscar ratos de silencio para pensar en soluciones.

En el silencio, sin ninguna intención, fui permitiendo a Dios el espacio suficiente en mí vida para que me hablara al corazón y me dijera, o acordara, que no podía ser yo el centro de mí vida, sino Él, y que toda mi confianza tenía que estar puesta en Él, y no en mí. En este proceso de búsqueda, me acordé de Prado Nuevo del Escorial, donde había estado en Abril de 2006 por última vez. Decidí, entonces, marcar vuelo para Madrid para ir el primer sábado de febrero a Prado Nuevo, sin saber muy bien porqué. Algo me decía que tenía que ir.
Ya en Prado Nuevo es cuando siento una alegría inmensa que me deja perplejo. Miraba a todas partes, buscando una explicación razonable para mí estado de felicidad y paz, y solo veía árboles y pradera. Yo, que estaba acostumbrado a crear mis momentos de felicidad, con mis programas y mis sucesos, teniendo todo pensado y bajo control, era ahora desbordado por una felicidad inmensa que no dependía, para nada, de mí. Era algo que venía desde dentro, que me estaba siendo regalado, sin cualquier tipo de dependencia de mis capacidades, lo que me permitió experimentar una paz increíble que jamás había experimentado en el mundo. Percibí que por las gracias tan abundantes que la Santísima Virgen derrama en Prado Nuevo, y guiado por su mano inmaculada, he podido encontrarme con el Señor, que me hacía sentir verdaderamente libre. En ese momento era fácil sentir y decir: “Solo Dios basta.” La felicidad y paz que experimentaba en mi corazón eran evidentes, y el motivo era, sin duda, la grandeza del amor de Dios.
En ese primer sábado, del 5 de Febrero de 2011, entendí que todos los años anteriores, de inquietud, ansiedad y búsqueda, no fueron más que intentos de encontrar el sentido de mí vida: ser feliz. En ese día supe en mí corazón que esa inquietud y esa búsqueda había terminado, en el momento en que abrí mí corazón a Jesús. La ansiedad dio lugar a una paz increíble, que me decía que mi vida jamás sería la misma. ¿Pero cómo corresponder a ese amor que experimentaba en mí corazón? ¿Cómo vivirlo desde ese momento en adelante?
El domingo del mismo fin-de-semana, en la misa, después de la comunión, decía en el silencio de mí corazón: “Señor quiero centrarte en mi vida, ofrecerte mi trabajo, mis proyectos, mi futura familia”. Pero sentí, en mi corazón, el impulso de querer dejar todo por Él, como si el Señor me dijera: “No quiero tu trabajo, o tu futura familia… quiero tu vida. ¡Ven y sigue-Me!”. Sentí miedo, pensando que podía estar interpretando mal todo lo que pasaba en mí corazón. Pero decidí que si era de verdad Dios quien me estaba llamando a seguirle, tendría por lo menos que intentarlo… Y así en medio de muchas pruebas, dificultades, y sacrificios, fui dejando la vida que estaba construyendo en el centro de Europa a pasos largos. Era todo lo que el Señor quería de mí, para poder empezar a hacer maravillas en mí vida: confianza en su amor por mí.

Así, por la gracia de Dios, entré en el seminario, dejando una vida de negocios para volver a estudiar en una lengua nueva. Cambié mis vacaciones de festivales de verano y “surf-trips”, para trabajar en el campo, o en el jardín, etc. Dejé mi apartamento para compartir una habitación con otros tres seminaristas. Finalmente dejé de vivir según mis reglas y gustos, para vivir según la voluntad del Señor, manifestada en los superiores de esta bendita Obra a la cual el Señor me llamó, inmerecidamente. Y el resultado es que ¡nunca he sido tan feliz!
La felicidad y paz que habitan en mi corazón, son para mí la confirmación de que todo lo que el mundo podría ofrecerme no sería suficiente para que me realizara como hombre y fuera feliz. La felicidad no está en los sucesos del mundo: he podido empezar una carrera de sucesos, viajar por el mundo, salir con portadas de revista, hacer los programas más originales. Todo eso me daba mucha confianza en el mundo y me hacía ganar el respeto de las personas, pero, ¿para qué?, ¿adónde iba yo con esos sucesos?, ¿y por cuánto tiempo? En verdad no era feliz, y me estaba quedando vacío por dentro. Todas mis metas, todos mis objetivos estaban puestos en sucesos que pasan, que tienen un fin… al contrario de mí vida que es eterna. Solo en el “Camino, Verdad y Vida” de Jesucristo, y Su amor, el mismo amor por el cual fui creado, y que me sostiene, he podido encontrar respuesta para todas mis inquietudes y entender que aun aparentando tener todo, no tenía nada.
Por la gracia de Dios pude comprender que estaba orientando toda mi vida en función de los pocos años de vida terrena que me quedan, cuando lo único que realmente importa, en esta vida de pasaje, es preparar el encuentro con la Divina Majestad de Dios que determinará toda una eternidad de gloria; o de miseria y dolor apartado de El.
Esta es la verdad a que el Señor me llamó a vivir, en Prado Nuevo, y a dar a conocer que somos hijos de Dios, que nos ama infinitamente, y que tenemos preparadas para nuestras vidas grandes maravillas, que podemos empezar a vivir ya aquí en la Tierra, por Jesucristo que habita entre nosotros, presente en el Sagrario y en la Eucaristía.

Miguel